El erizo de Navidad

El erizo es un bicho que tiende por naturaleza a encorvarse en sí misma ya convertir su ombligo en el único objeto de su interés. Nada encuentra en el exterior más atractivo. Por esa razón san Agustín veía en el erizo la triste imagen del hombre narcisista incapacidad para amar lo que no lleve su imagen. Este hombre ama reflexivamente, incurvatus in se, hecho un ovillo de autocomplacencia. Un amor así, dice san Agustín, traiciona la verdadera naturaleza del amor, que es altruista. La esencia del amor es amar la imagen del amado en mí, no la mía en el amado. El amor es la autotrascendencia del amante en el amado. Amar es, en cierto modo, convertirse en quien ama. Es necesario, pues, mirar lo que amamos, porque eso es lo que somos.

Obviamente, nada de esto es aplicable a lo pequeño. Lo pequeño se puede conocer sin necesidad de amarlo; pero las cosas humanas, si no se aman, no las incluimos en nuestro campo de interés, y permanecen ignotas.

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La curvatura autogravitatoria del amor del erizo es, para san Agustín, el sentido más genuino del pecado. Peca a todo aquel que pervierte el amor haciéndolo egoísta.

Esta imagen del erizo encorvado tiene una larga tradición en el seno del cristianismo. Muchos son los teólogos medievales y renacentistas que sostienen que la vía del amor es exactamente la vía del conocimiento. Entonces, una inteligencia afectivamente fría no estaría capacitada para conocer la verdad de lo humano. Quizás estaría provista de probidad, pero carente de caridad.

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Sant Bonaventura sostiene que hemos sido creados para disfrutar de nuestra mirada, pero si nos encorvamos hacia nosotros mismos, reducimos nuestra capacidad visual hasta el punto de cerrar el paso a la misma luz. El hombre inclinado hacia sí mismo se incapacita para contemplar y amar al mundo. Solo el hombre que sale de sí puede vislumbrar los horizontes exteriores e interrogarse por la causa de lo que ve. El hombre recluido en el claustro de su yo es, como el cerdo, un animal incapaz de levantar cabeza. San Buenaventura diferencia de este modo entre elhomo incurvatus in terram (que tiene su alma cerrada y muda) y elhomo erectus in coelum (que eleva, levantado, sus ojos hacia el cielo). Esta diferencia, que se convierte en un tópico entre los teólogos, es recogida por Lutero, que también ve al pecador como un hombre "encorvado sobre sí mismo". Su pecado es haber elegido ser solitario y no comunitario. El pecado sería, desde esa perspectiva, la voluntaria pobreza de lazos con los demás.

Al salir de sí, elhomo erectus se abre a la experiencia de la verticalidad y de la luz (¿hay algo más bello en este mundo?) y se comporta —la imagen proviene de Platón— como un árbol inverso, porque sus raíces no se hunden en la oscuridad de la tierra, sino que se levantan hacia el cielo, buscando a la sabia en dirección a las ideas.

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La vida ha encontrado en el erecto ser humano la forma de liberarse de las circunstancias temporales que erosionan todas las cosas de este mundo y de alzarse sobre sí misma en busca de una luz de la que cualquier otra luz sea vicaria. De este modo, nosotros, tan frágiles, tan finitos, tan mediocres, podemos contemplar —o, al menos, vislumbrar— nuestra propia vida a la luz del sentido. Tenemos los pies en el suelo, sujetos a nuestra pobreza que cada mañana nos invita a recomenzar con una promesa de cambio que cada noche sentimos traicionada, pero levantados sobre nuestros pies podemos levantar la cabeza e intuir alguna rendija de lo eterno. Aunque pueda parecer paradójico, gracias a nosotros —habitantes de un planeta que, en palabras de Carl Sagan, es una mota de polvo suspendida en un rayo de sol cósmico—, la naturaleza se va conociendo a sí misma siguiendo el anhelo voraz que ella misma nos ha puesto en el corazón y que nos empuja incansablemente a mirar más allá, hacia el.

Sin un hombre que ha superado la tentación del erizo, la naturaleza no sabría nada de sí misma.

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Esto es lo que celebramos en Navidad: la excepcionalidad de lo que podemos llegar a ser si nos atrevemos a levantar la mirada tan arriba, tan arriba que sea posible ver una estrella puesta sobre un pesebre.

Sentimos decir a menudo que el amor es ciego. No es verdad. Es clarividente, como descubrieron los pastores de Belén. Los perfiles más relevantes de las personas que nos rodean sólo se hacen visibles al iluminarlos con una mirada amorosa. Ocurre entonces que sentimos que en ese preciso momento hemos empezado a tener ojos y que hasta entonces habíamos sido ciegos. Por esa razón la educación es, básicamente, una habituación de la mirada.

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Esta, amigos, es mi manera de deciros "¡Feliz Navidad!"