El esperpento populista
1. ¿Qué es el populismo? ¿Es un concepto científico? ¿Es una categoría filosófica? ¿O es una noción ideológica? Por mucho que se hable de ciencia política, no es fácil discernir la densidad de las palabras que articulan los debates. Y, en todo caso, su uso raramente es neutro. El espacio que separa el término identificativo de la etiqueta que señala al adversario es muy estrecho. Y eso es lo que pasa con el populismo, convertido en coartada recurrente en el debate político actual. Y pieza esencial de la pugna identitaria.
Es raro un partido que se autoproclame populista. Curiosamente, uno de los que más se aproxima es el PP (Partido Popular) que precisamente hace de la lucha contra un sector del populismo (el que se asocia a la izquierda, evidentemente) una de sus razones de ser, aunque cuando hace falta festeja sin escrúpulos con los señalados como populistas de derechas. ¿Tenemos que entender, aun así, que el populismo es una categoría científica que nos ayuda a comprender lo que son los partidos y organizaciones que reciben esta etiqueta, aunque no les guste? Me parece que es una denominación fruto del estadio actual de mutación de las organizaciones políticas y que, por lo tanto, es una categoría marcada por esta transformación que la convierte en instrumento de batalla.
Durante mucho tiempo, desde Europa, el término populismo servía para identificar fenómenos latinoamericanos de caudillismo de apelación popular como los casos de Perón en Argentina, Vargas en Brasil y Cárdenas en México, y así se han ido sumando desde fenómenos autoritarios que acabarían derivando hacia el neoliberalismo, como por ejemplo Menem o Fujimori, hasta las formas de populismo radical de Chaves, Morales o Correa. Alrededor de estas últimas experiencias se fue configurando cierta doctrina del populismo de izquierdas (ejemplo, Laclau) en el que algunos (los fundadores de Podemos) quisieron encontrar legitimidad para su proyecto, cuando Europa entraba en fase de cambio después de la crisis neoliberal del 2008.
En las democracias europeas el populismo ha ido ligado al agotamiento de los regímenes bipartidistas de posguerra. Un momento significativo es la irrupción de Jean Marie Le Pen en Francia, que llevó la extrema derecha por primera vez a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales contra Jacques Chirac. Desde entonces, el populismo de extrema derecha no ha dejado de hacer mella, a medida que los regímenes entraban en fase de mutación (como cuando Italia pierde la dialéctica entre la democracia cristiana y el PCI que articuló el postfascismo). Después ha venido una segunda oleada, con la caída del Muro de Berlín y el derrumbe de los regímenes de tipo soviético, que se ha traducido en los primeros regímenes autoritarios iliberales. Y simultáneamente se han ido desarrollando movilizaciones a la izquierda de los partidos socialistas, como el español, que han pasado de la calle al poder a un ritmo acelerado, con una experiencia bastante interesante como es la mayoría plural que ahora tambalea. El resultado de todo esto ha sido la multiplicación de partidos en los parlamentos europeos, que hace más compleja la gobernanza.
2. La pregunta. Podríamos decir, en primera instancia, que en la crisis de los bipartidismos clásicos (que algunos todavía sueñan resucitar, como hemos visto después de las elecciones andaluzas), a los partidos tradicionales les puede parecer útil una categoría que descalifique a una parte de sus adversarios señalándolos como desleales destructores del régimen democrático. Un uso de la palabra populismo que hace una injusta amalgama poniendo al mismo nivel el neofascismo y la extrema izquierda. Y elude la cuestión central, que es demasiado incómoda porque va a las raíces de los problemas de gobernanza. La formularé de este modo: la democracia liberal creció en un espacio determinado –el estado nación– y un sistema económico –el capitalismo industrial–. Ninguno de estos dos factores son ya lo que eran. ¿Es viable la democracia liberal en la fase actual del capitalismo, global, financiero, digital? Si queremos hacer que avance la democracia, no nos podemos contentar con gritar que viene el demonio con el esperpento populista, sino que hay que entender la desconfianza de la gente –que las tasas de abstención señalan– y avanzar con verdadera voluntad reformadora. ¿Tiene la política capacidad para hacerlo con las relaciones de fuerza actuales?