Estábamos mirando vídeos de gatitos

1. El primer jueves de julio desayuno en el bar de cada día. Hay menos gente que de costumbre y el camarero, en el momento en que no debe servir cortados ni debe lavar cucharillas, saca el móvil del bolsillo. Hasta que un cliente no le pide sacarina, no saca los ojos de la pantalla. Desde la terraza de casa, veo cómo un profesional pasa el aspirador por el fondo de una piscina comunitaria. Antes de retirar la manga, deja de trabajar, saca el móvil y lo mira durante un rato. No responde mensajes. Su dedo va pasando abajo, páginas y más páginas, sin que nada le interese más de lo que dura un estornudo. En la parada del autobús, las siete personas que se esperan a pleno sol envuelven la nuca para mirar el teléfono. Lo mismo que ocurre en las salas de espera del médico, en los aeropuertos, en el metro, en el gimnasio... Nada que no sepan. Éste es un día cualquiera en cualquier lugar. Es la adicción global que nos tiene a todos enganchados.

2. Este mismo jueves, en el Liceu, vimos la función de ballet más impactante de los últimos tiempos. Hammer, de Alexander Ekman, era el sobrecogedor montaje de la compañía de danza de la Ópera de Gotemburgo que sacudió la platea y las conciencias de los espectadores. Más allá de la belleza de la coreografía y de la música hipnótica, no eran necesarias palabras para entender el mensaje de la obra. Los bailarines pasan de convivir en una comunidad armoniosa, altruista y disciplinada en tener una vida cada vez más hippie, más juguetona y alborotada, hasta que los límites se van a casa de Pistraus y la sociedad adopta unos comportamientos cada vez más individualistas. En este crescendo vital, cada persona acaba convirtiéndose en una burbuja tan solitaria como absurda. Este egoísmo recalcitrante acaba por hacer saltar a los protagonistas del escenario y, de repente, trepan por encima de las butacas de platea provocando a los espectadores. El público, atónito, aún se asusta más cuando los bailarines les piden que saquen el móvil y les hagan fotografías. En el colmo de la locura colectiva, los danzantes suecos cogen los teléfonos de los espectadores y se hacen selfies con ellos. La crítica social es afilada y es, por encima de todo, pertinente por los tiempos que corren. El espectáculo nos pone frente al espejo de la tontería a la que estamos mundialmente atrapados. Hemos picado.

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3. Nadie podrá demostrar que esta adicción a las pantalletas fue planificada. Nadie supo ver hasta qué punto sería una enfermedad global. Como tampoco nadie sabe predecir las maldades anímicas, sociales y relacionales que llevará ese consumo a todo estropeo. En Inglaterra, donde sí tienen estudios fiables sobre el tema, dicen que un adolescente que hasta hace cinco años miraba tres horas de televisión cada día, está hoy tres horas con la pantallita del móvil y no ha reducido el consumo televisivo. No hace falta ser muy vivaracho para deducir sus consecuencias. No es una cuestión de la nueva gestión del ocio, sedentario y alineante, sino cómo lo haremos para romper con ese círculo perverso de estupidización humana.

4. Nos encontramos en la gran cortina de humo de la distracción banal. ¿Cuántos años tendrán que pasar para que nos demos cuenta de que al otro lado del Mediterráneo había un genocidio por el que no movimos un dedo? ¿Cuándo nos estiraremos el pelo por no haber cuidado el planeta que nos acoge? ¿Cuánto tardaremos en avergonzarnos de haber permitido la invasión de Ucrania mientras hacíamos vida normal? ¿En qué momento veremos que la ola de la extrema derecha, regresiva y represiva, vuelve a ir a la cacería de quien es diferente, por su origen o por su vida sexual? El mundo gira al revés, se nos manipula como nunca y nosotros, mirones sociales, hacemos scroll infinito en las pantallitas. Hammer, un bailarín con un gran jefe de gato de dibujos animados, atraviesa el escenario del Liceo.