Si algo nos ha enseñado la pandemia del covid es la interrelación entre sociedades e individuos en el planeta, visto como un sistema dinámico caótico. Nunca habíamos visto tan claramente el efecto mariposa, que nos explica cómo la perturbación que se produce en un sistema acaba provocando una amplificación que puede generar un gran efecto a corto o mediano plazo.

El aleteo de nuestra época ha sido un virus del cual todavía no sabemos exactamente ni el origen. En principio, se trataría de un virus surgido inicialmente en un mercado de Wuhan, donde se vendían multitud de animales capaces de albergar patógenos peligrosos para los seres humanos. Pero la carencia de transparencia de las autoridades chinas no permite responder todavía hoy a muchas incógnitas. Entre ellas, cómo la pandemia se extendió precisamente desde la misma ciudad que acoge un instituto de virología de máxima seguridad, conocido por sus trabajos sobre los coronavirus de los murciélagos y con un equipo que ha recogido más de diez mil muestras de estos animales en la China. Como dice Xi Jinping, “la ciencia no tiene fronteras, pero los científicos tienen patria”, y por lo tanto pasará mucho tiempo antes de que la dictadura china sea capaz de actuar con la transparencia que la comunidad internacional necesitaría para saber cómo se produjo el aleteo que ha acabado parando todo el planeta.

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La evolución lenta e imprevisible de la crisis del covid nos tendría que permitir pararnos a reflexionar sobre cuál tiene que ser la salida, y cómo adaptarla a la emergencia climática, ante la que todavía preferimos cerrar los ojos. Ebrios de nosotros mismos y de nuestro bienestar, preferimos refugiarnos en la ignorancia en vez de mirar de cara la necesidad de cambio en muchos órdenes de nuestra vida cotidiana en los más pequeños gestos. Por más polémica que genere el debate sobre los cambios de consumo alimentario, no queremos apartar la reflexión sobre los costes globales de nuestra manera de actuar y preguntarnos cuánto de tiempo podemos ignorar que la humanidad es una.

La sabana más diversa del mundo

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Un equipo del diario, formado por la periodista Sònia Sánchez y la fotoperiodista Ruth Marigot, ha viajado a la sabana tropical más diversa del planeta, la zona brasileña del Cerrado, para seguir el camino del cultivo extensivo de soja, que llega a Europa como destino final o de paso hacia la China, y ver las consecuencias. Una soja que hoy en Europa se destina en un 87% a hacer pienso para los animales y en menos grado a la producción de biocombustibles y a la producción de alimentos.

Las enviadas especiales han escuchado y nos explican cómo la deforestación acaba provocando la desaparición del agua, y se han encontrado con el acaparamiento de tierras y la violencia contra las comunidades que habitan allí. Han asistido a la quema de tierra, a las explicaciones de cómo se engaña a los campesinos tradicionales con títulos falsos de propiedad que pasarán la tierra a las grandes productoras. El reportaje denuncia también la utilización de muchos agroquímicos considerados de alta toxicidad por la Unión Europea, que contaminan las aguas de los ríos, los pantanos y los estanques, y perjudican la potabilidad del agua y el acceso a la pesca.

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Además del uso para los piensos de los animales que consumimos nosotros mismos, asistimos también a los efectos secundarios de un mercado global de alimentos que puede llevar a la paradoja de utilizar soja en muchos alimentos bio. Hay que tener presente la realidad que la pureza y la virtud no existen y que solo con buena información podremos decidir como consumidores cómo podemos reducir nuestra huella ecológica en cada uno de nuestros gestos.

La activista Yayo Herrero, ingeniera y antropóloga, explica al ARA que no somos conscientes de nuestros límites. Quiero pensar con más optimismo que racionalidad que todavía estamos a tiempo de trabajar en unas tecnologías que nos ayuden a crecer de otro modo, más justa y menos lesiva para lo que nos rodea. Un crecimiento que no arrase los que tienen menos a costa de engordarnos literalmente en los países ricos. Herrero explica que una joven de Fridays for Future, Gemma Barricarte, escribió que “se está obligando a muchos jóvenes a vivir en la cornisa”. ¡Y cuánta razón que tiene! Nuestra responsabilidad hoy es pensar en un futuro que no obligue a nuestros hijos a vivir en la cornisa. Cada uno de nuestros gestos cuenta para evitar que el balance global sea la miseria y la destrucción, convirtiendo medio mundo en nuestro vertedero como si el aleteo de la mariposa no nos tuviera que afectar.