Estimar a Cercanías
Leo Anna Karenina en el andén de la estación de paseo de Gràcia. Son las nueve de la noche y acaban de anunciar una demora indefinida del tren que debe retirarme, durante un rato limitado, de esta ciudad donde cada día se me hace más difícil vivir. Julio ha tenido algo amable, con algunas lluvias y menos calor que otros años; incluso se anuncia que el gobierno catalán recibirá más de mil millones para la mejora y el traspaso de Cercanías; pero la crueldad siempre encuentra la manera de abrirse camino y han sido los turistas, este año más temprano, llenando el metro, las calles -y el alma, el pensamiento, he llegado a decirme algunas mañanas.
Si digo que leo Anna Karenina es por el tema de los trenes, no por hacer gala. De hecho, llego a la novela en busca de respuestas en un período de pocas certezas vitales, quiero decir que tiene más que ver con la necesidad de aferrarme a alguna verdad que se alargue que con la intención de presumir de que soy lector de Tolstoi, pero éste es otro tema.
Vuelvo a los trenes: en la estación de Nikolevski, en el norte de Moscú, Anna y Vronski se conocen. Ella es una mujer casada. De él se espera que se prometa en breve con una tal Kitty. Sin embargo, el amor hace de las suyas e imanta los dos corazones en un hechizo que ya no tiene frenada y empieza aquí el entramado de todo. En una de las primeras escenas de la novela, aparecen los hijos de Arkadievich, el hermano de Anna, jugando con una caja que imita un tren –premonición del peligro que implica jugar con lo que no debería jugarse . En otra escena, Vronski persigue a Anna y sube al mismo tren que le aleja de Moscú, cuando ella intenta huir del deseo desviado, impropio. Y en otra, al final de la novela, Anna Karenina, tomada por la infidelidad terrible, incapaz de redirigir el amor mentiroso y atormentada por las discusiones con el amante, se lanza a la vía del tren. Aquí todavía no he llegado, pero el desenlace trágico de Anna trasciende el libro y es, como sólo lo consiguen las novelas canónicas que desafían el paso del tiempo, una imagen que ha tomado vida fuera del texto: la de la pasión desenfrenada, indecible, incontrolable, y la de sus consecuencias funestas.
Pensaba que tardaría mucho, en llegar a este mítico final, pero el tren de ayer también lo demoraron y, después de noventa minutos de espera, reprogramaban el momento de la salida: me paso horas leyendo sentado en el andén de esta maldita estación. Los trenes de la Rusia del siglo XIX me acompañan mientras espero trenes del siglo XXI que no lleguen.
Dicen que los trenes tienen un simbolismo importantísimo en la obra de Tolstoi. Existe, por un lado, la transformación social y económica que implicó la conexión entre San Petersburgo y Moscú: acortar distancias, mezclar ciudades e ideologías. Existe, por otra parte, la transformación emocional de la gente que testimonió este cambio: la vida toma una forma diferente cuando lo lejano, inalcanzable, se hace cercano. Y está, claro, la materia del corazón: ¿acaso los trenes son una alegoría del deseo, como el tranvía de Tennessee Williams, veloz y peligroso al mismo tiempo?
Quién sabe si esto es cierto o no. Si algo pienso, y disculpad el salto olímpico, es que unos trenes que funcionan son símbolo de una comunidad que se quiere unida, que valora todas las partes del territorio y ama cada palmo de tierra que lo conforma. Poderse mover bien va más allá de lo práctico y pragmático, y tiene que ver con la creencia de que vivir significa estar conectados y que, disculpad el segundo salto olímpico, una persona de Barcelona y una de Tarragona se podrán querer porque el tren romperá la distancia física (muy salvable, todo sea dicho) y los corazones, como el de Anna y el de Vronski, separados entre Moscú y San Petersburgo, se encontrarán. Y esto, aquí, no lo tenemos.
Nos queda, es cierto, escribir las novelas de la desconexión, de la demora y de la espera: de todo lo que ocurre cuando parece que no ocurra nada. Del tiempo perdido y de lo que dejamos de hacer cuando sabemos que, probablemente, el tren que esperamos no llegará. De las fronteras emocionales que separan un país mal conectado, el nuestro: ¿tener una red de trenes lamentable puede influir en que alguien de Barcelona piense en Tarragona como una ciudad lejana, territorio hostil? Y, claro, de la materia del corazón cuando sabemos que ese amor nuestro, en el tren, no lo podremos encontrar. Pero quizá en el andén sí. Cruzamos los dedos. Y abrimos bien los ojos.