Daniel Strauss, holandés nacionalizado mexicano, y su socio italiano Perlowitz inventaron una ruleta de trece números en los años treinta. La particularidad del artefacto era que el crupier podía manipular la bolita con un mecanismo de relojería accionado con un botón eléctrico y, por lo tanto, la banca ganaba cuando le convenía.

El aparato, vendido como juego de salón, se estrenó en la Haya, de donde los tramposos fueron expulsados, así como de los casinos de Niza y Ostende. Desde allí Strauss y Perlowitz se dirigieron a Sitges, donde hicieron pruebas sin que el gobierno de Companys acabara permitiendo la explotación. Fue entonces cuando Strauss y Perlowitz se acercaron al sobrino de Alejandro Lerroux y al inefable Joan Pich i Pon, que hicieron exitosas gestiones para la legalización de la máquina en el ministerio de Gobernación y obtuvieron a cambio un suculento porcentaje de los beneficios de explotación para ellos mismos, sus socios políticos y algún periodista amigo. De este modo la ruleta manipulada, legalizada gracias a los contactos y la corrupción, se instalaba brevemente en el casino de San Sebastián y en el Hotel Formentor.

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La máquina se denominaba Stra-Perlo, acrónimo de Strauss y Perlowitz, y daba nombre a una manera de hacer todavía muy arraigada.

Jurídicamente, el engaño del estraperlo no tuvo grandes consecuencias, pero el escándalo colaboró en dinamitar el Partido Radical y la carrera de Alejandro Lerroux, que fue denunciado por Strauss ante el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, en el año 35.

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El estraperlo se convirtió en sinónimo de negocio fraudulento y, por extensión, durante la posguerra civil espanyola dio nombre al mercado negro de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a racionamiento.

La actualización del pícaro

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Décadas después, ochenta y siete años exactamente, España tiene todavía un ecosistema donde es fácil hacer negocios por la vía informal de las relaciones de papel cuché entre arribistas de la política, la corte y la propia monarquía que en 1931 había tenido que abandonar el país.

El país no es el mismo, pero se filtra todavía una desagradable sensación de impunidad. España es miembro de la Unión Europea y de la OTAN, ha multiplicado su crecimiento y ha acabado prácticamente con el analfabetismo, pero siempre hay un pícaro que conecta con la tradición literaria a quien se le facilita la actuación cuando se relaciona con la administración y especialmente con el Partido Popular. Un pícaro que no es condenado a la más absoluta humillación pública, sino que ocupa el lugar del listo del grupo.

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Solo así se explica que, hasta que la Fiscalía Anticorrupción no se ha querellado, no se ha denunciado la actuación de dos comisionistas que en el peor momento de la pandemia hicieron el agosto gracias a un apellido brilli-brilli y a sus conexiones con familiares del alcalde de Madrid. Uno es Luis Medina, conocido por ser hijo de un duque condenado por corrupción de menores y hermano del actual duque de Feria, y el otro es el socio que lo engañó en los beneficios obtenidos, un tal Alberto Luceño. Los dos comisionistas hicieron de intermediarios en la compra de mascarillas y otras equipaciones sanitarias en Malasia por cuenta del Ayuntamiento de Madrid con un coste de 12 millones de euros. Parte del material fue defectuoso, pero recibieron seis millones de euros en comisiones que, para más inri, se gastaron con una opulencia hortera en un contexto de mil muertos al día y miles de personas trabajando para el bien común en condiciones de incertidumbre y miedo en los hospitales, los supermercados, los servicios de limpieza y otras ocupaciones poco glamurosas.

El problema no es que se habilitaran mecanismos de urgencia para la compra de material en una situación extraordinaria, sino el acceso a través de un primo del alcalde, el saqueo de las arcas públicas y la carencia de mecanismos de evaluación y auditoría de todos los contratos efectuados.

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En España sigue faltando cultura de rendir cuentas, pero solo cuando el listillo sea considerado un paria la democracia se habrá hecho adulta.

Desgraciadamente, no se puede pensar que el alma del estraperlista no haya pasado por Catalunya aunque de manera más discreta. De hecho, en el contexto de la gran emergencia proliferaron todo tipo de negociantes y no se evitaron errores. Por el análisis de los contratos públicos durante la pandemia hoy sabemos que la Generalitat pagó 8 millones por error a una empresa de respiradores.

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Según explicó la Tesorería de la Generalitat, el “sistema informático de compensación de facturas” falló y “se pagaron al proveedor, incorrectamente, 7,9 millones de euros”. La Sindicatura de Cuentas precisó que “en el mes de julio de 2021 el ICS reclamó por correo electrónico al proveedor el importe de la deuda pendiente”, pero “en la fecha de fin del trabajo de campo este importe no había sido resarcido”.

El órgano que fiscaliza y controla dónde va a parar el dinero público detectó numerosas irregularidades formales en los más de 6.000 contratos analizados (adjudicaciones de emergencia y de urgencia) que se hicieron durante aquellos meses. En aquel momento se actuó a la desesperada y se cometieron errores. Mejor cometerlos en la búsqueda de la solución que quedar atrapados en la burocracia y la inacción, pero ahora hace falta que la transparencia y la justicia actúen contra los abusos que se cometieran.