La evaluación, a examen

Este año hace un siglo que en el Congreso de Calais, el origen de la Liga Internacional para la Nueva Educación de 1921, Adolphe Ferrière consideró la escuela como “una invención del diablo” refiriéndose, entre otros aspectos, a las notas. No solo porque generan rivalidades estériles entre los alumnos, sino por su carácter siempre aproximado. En la calificación y la puntuación juegan enormemente las expectativas implícitas que tenemos los docentes de los alumnos, y los estereotipos y las etiquetas. Hace cien años que desde la pedagogía se plantea el reto de una evaluación que ayude a avanzar en la toma de conciencia del progreso individual del alumno en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Quizás ya empieza a ser hora de escuchar a los pedagogos y los maestros. 

La música de fondo y el enfoque competencial que propone la Lomloe no son nuevos en Catalunya. Ya hace unos cuantos años que en nuestras aulas se trabaja y se evalúa por competencias. Es larga la lista de centros educativos que hace tiempos que empezaron a reformular su sistema de evaluación dentro de un trabajo colectivo y compartido por todo el equipo docente. Los principios de la Lomloe suenan con una buena melodía en aspectos pedagógicos como el currículum competencial o la reforma de la evaluación, a pesar de que podría haber sido un proceso mucho más valiente y democrático. Hay un sentimiento generalizado que no se ha generado el necesario consenso público. Y el currículum y los nuevos decretos caen del cielo. El proceso de diseño curricular tendría que ser visible y no cerrado en despachos.

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Hoy, sin embargo, querría centrar el debate en el modelo de evaluación. Parecería que se quiere hacer una apuesta para alinear el sistema educativo en España con un movimiento global que deja cada vez más de lado los exámenes, la repetición, las pruebas y los suspensos. Siguiendo los pasos otros países que han afrontado una importante transformación curricular como Portugal, se quiere avanzar hacia una nueva cultura de evaluación. Una cultura, como bien expresa el ministro de Educación portugués, en realidad más exigente para todos. Tanto para la profesión docente como para los alumnos. Aun así, aquí no se ha explicado nada bien y se ha hecho hincapié en el hecho de pasar de curso con materias suspensas o con competencias no logradas. Se han impuesto las voces más conservadoras, que temen una repentina bajada de nivel, preocupadas por la competitividad desde su visión darwinista de la escuela. Desde el punto de vista pedagógico, sin embargo, hace falta más esfuerzo y exigencia cuando se habla de la evaluación como un proceso de acompañamiento y aprendizaje. Es urgente dejar de confundir –también en el debate social– la evaluación con la calificación. Reducirlo todo a una cifra en los informes o boletines trimestrales o finales es simplista. Este modelo que algunos consideran de más esfuerzo es, en realidad, muy poco exigente para los alumnos, que a menudo han aprendido no tanto de matemáticas o literatura como de aprobar exámenes, lo cual les aleja del aprendizaje auténtico a favor de adquisiciones superficiales y estratégicas. Y, además, es un modelo desastroso para aquellos que no lo logran. Son los chicos y chicas que, encadenando un suspenso tras otro, acaban abandonando el sistema, con la autoestima dañada. La nota no puede ser lo más importante de lo que pasa en las escuelas; lo que hace falta es ofrecer una evaluación que dé oportunidades de aprender de los errores, que es cómo verdaderamente aprendemos. 

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Cuando cambiamos la manera de evaluar estamos cambiando el propósito de la educación. Podemos evaluar para aprender o para seleccionar y sancionar. Todavía hoy muchas madres y muchos padres siguen buscando la posición de su hijo en la escalera de la selección, y les cuesta imaginar una escuela donde lo más importante es que todos los alumnos sin excepción puedan progresar. Tendrían que confiar en los docentes y en el cambio de cultura que estamos viviendo. Cuando los estudiantes son capaces de identificar sus aciertos, sus dificultades y sus errores, y encontrar caminos para avanzar, la evaluación adquiere todo su sentido. La nueva ley es una buena melodía que se aplaude en las redes cuando oímos hablar en las entrevistas a los expertos académicos que han asesorado a la ministra. Desgraciadamente, una vez desplegados los primeros borradores de los decretos, la música ya no suena del mismo modo. Aparecen de nuevo en el proyecto de decreto las calificaciones de final de curso: “Insuficiente, suficiente, bien, notable, sobresaliente”. En el contexto catalán esto querría decir ir hacia atrás, ya no estamos aquí. Volvemos como de una rueda de la cual no podemos escapar a los decretos que regulan excesivamente el currículum, a los reglamentos que casi no te dejan ni elegir el color con el que pintas las paredes de la escuela. Las prácticas educativas en el aula van por delante de los legisladores y de lo que nos llega de Madrid. Tenemos que promover un debate sobre la evaluación fundamentado y confiar en la profesionalidad de los docentes. Sólo saldremos adelante desde la autonomía pedagógica y organizativa. Son los profesionales de la educación los que hacen avanzar la educación y la escuela.