La exclusión y el rechazo condenan el catalán

La nuestra es una lengua de primer nivel. Millones de personas vivimos plenamente en catalán, usándolo en el trabajo, con amigos y familia, y en buena parte de nuestro ocio y consumo cultural. No tiene un estado que lo defienda –de hecho, sus poderes a menudo reaccionan oscilando entre la hostilidad y, con suerte, la pasividad–, pero está muy vivo, sobre todo por la terquedad de los que lo hablamos. Y, a pesar de algunas visiones derrotistas, tiene futuro. Pero el destino no está escrito en ninguna parte y el de la lengua depende de lo que hacemos, no solo para mantenerla viva, sino también para hacerla crecer.

El debate sobre el futuro de la lengua está abierto a todos los niveles. En la enseñanza –donde las injerencias judiciales empujan hacia un centralismo retrógrado– y en el ocio –en medio de la transformación acelerada del sector audiovisual– esto es evidente, pero también hay que abordarlo en cuanto al uso social. El catalán es ahora el idioma prioritario de poco más de un tercio de la población de Catalunya, mientras que hace 19 años era el de casi la mitad. En las últimas dos décadas han llegado 1,1 millones de personas, pero culparlas del retroceso del catalán es maniqueo, simplista y, por decirlo de manera sencilla, un error. 

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La inmigración es y ha sido necesaria para nuestra economía, es una constante en la historia de la humanidad y parte del derecho que tiene todo el mundo a buscarse una vida mejor. Además, es inevitable, por muchas vallas metálicas que se instalen; y la mayoría de los que han venido lo han hecho para quedarse. Es innegable que necesitamos políticas de acogida más potentes y eficaces para incorporar a los recién llegados en el uso de la lengua superando el proceso de minorización histórico del Estado y que esto es clave; pero también hace falta una toma de conciencia de los que vivimos en catalán y lo queremos continuar haciendo. La administración no es la única responsable de la acogida, la sociedad de llegada también lo es. 

Dirigiéndonos en castellano a alguien en función del color de la piel o de la ropa –sea por microracismo o por la actitud interiorizada de pertenecer a una comunidad subalterna– lo excluimos, lo apartamos de nosotros y le hacemos más difícil aprender catalán. Y la exclusión y el rechazo son la mejor manera de condenar el futuro de la lengua. Según la última encuesta del CEO, un 76% de los ciudadanos están de acuerdo con el modelo de inmersión lingüística. Y este porcentaje aumenta al 88% entre los que no tienen el catalán ni el castellano como lengua materna. La mayoría de los recién llegados quieren aprender catalán: hagámoselo más fácil, no más difícil. Con una actitud abierta, pedagógica y basada en la voluntad de compartir podemos conseguirlo mejor que enrocados en una trinchera.