El fascismo en la era digital
Estos días se cumplen seis meses del inicio del segundo mandato de Trump en la presidencia yankee. Es solo una octava parte del total, pero la sensación es de una infinita agonía. La hiperexposición mediática y virtual de Trump nos agota porque ya nos ha invadido, forma ya parte de nuestra cotidianidad. No son nuevas técnicas, pero sí las más poderosas para articular un fascismo en plena era digital, porque se ejercen desde el gran laboratorio digital que es la administración Trump. Monopolización de medios y redes; desmesura carismática del líder; control y vejación masivos de la disidencia; denigración del rival político y, sobre todo, una prevalencia de la escenificación de la acción por encima de la reflexión y el debate. No son palabras al vacío, sino la suma de ejercicios de micropoder que muchos viven y vivimos día a día.
El pasado viernes, en un tranquilo centro de arte del Empordà, conversaba con una histórica comisaria de arte neoyorquina sobre la situación de su país. Muestra un profundo malestar. No quiere volver, me dice desde Madrid, donde reside desde hace 15 años para asegurarse de que su hijo no tuviera que estudiar en un país en el que eliges entre una educación excelente y carísima o mediocre y, en algunos estados, indecente. Me cuenta que unos amigos suyos, que iban a visitarla este verano a España, finalmente no emprenderán el viaje por el miedo a que el padre de la familia –de origen latino– no pueda volver al hogar donde ha criado y educado a sus hijos. Apunte: el padre tiene la Green Card (permiso de trabajo) desde hace años.
Nada nuevo. Un amigo y compañero de escrituras periodísticas ha hecho el traslado a España remotamente, advertido por los abogados de que al volver a Nueva York peligraba después de que se posicionara, durante los disturbios del año pasado en la Universidad de Columbia, abiertamente en contra del exterminio cometido por Israel en Gaza. Otro mérito para no dejarlo entrar podría ser el libro que coescribimos y editamos, con entrevistas a pensadores, académicos, juristas y otras figuras relevantes sobre un fenómeno hoy global que hace seis años solo conjeturamos como "síntoma".
Anteayer me reencuentro con un admirado profesor catalán en Estados Unidos. Hace meses que ha vuelto a Barcelona definitivamente, después de acordar una jubilación anticipada. No tiene previsto volver al país que le dio trabajo y una vida llena durante casi treinta años, ni siquiera para reparar los daños en la casa que un tornado afectó hace meses. Meses después de un mensaje mío, me escribe una antigua colega de la Ohio State University, donde di clases del 2017 al 2020. Es un mensaje breve, que rezuma tristeza y fatiga. Me da a entender que las cosas están cambiando, y mucho, en la universidad. Harvard se ha llevado los titulares en la lucha contra la administración Trump, pero son más de 50 centros universitarios los que son objetivo público, y las Big Ten –las diez universidades públicas del centro del país, entre ellas Ohio State– son clave para la reconquista del discurso sobre la nación. No es casual que JD Vance fuera alumno ahí.
Esta continua enemistad responde, según el exprofesor de la Universidad Yale Jason Stanley, al decálogo fascista: cerrar fronteras y prohibir la disidencia interna. Al igual que el gran teórico de la libertad y la democracia Timothy Snyder, Stanley ahora enseña en la Universidad de Toronto. Han hecho las maletas de su propio país hacia el país hermano del norte, hartos de ver con sus propios ojos lo que han teorizado sobre los autoritarismos y el fascismo a lo largo de grandes carreras académicas. Autor de los clásicos Cómo funciona la propaganda (2015) y Cómo funciona el fascismo (2018), Stanley publicaba Erasing history: How fascists rewrite the past to control the future (Footnote Press, 2024) mientras Donald Trump accedía por segunda vez a la presidencia con una agenda y métodos prefascistas. En el libro describe con concisión el "método fascista": 1) crear un proyecto nacionalista; 2) hacer del gobierno un régimen autócrata; 3) colonizar la mente negando la educación; 4) reescribir la historia; finalmente, 5) pasar de la fase supremacista a la fascista.
Los profesores se marchan porque todo indica que la penúltima fase ya está alcanzada. Los días delexcepcionalismo americano se han agotado.
Nacidos fruto de una revolución, los Estados Unidos siempre se han considerado un país de ciudadanos unidos por unos valores comunes: el individualismo, el antiestatismo y el igualitarismo. Esta ideología –observa Seymour Lipset en El excepcionalismo norteamericano, una espada de dos filos (Fondo de Cultura Económica, en inglés en WW Norton, 1996)– ha definido su sociedad y, sobre todo, ha determinado los límites del debate político. Todo podía discutirse en el pasado excepto la libertad, el veto a la autocracia y la superioridad del pueblo sobre cualquier líder político. Así lo recordaría Abraham Lincoln en su breve pero famoso discurso de Gettysburg, Pensilvania, en 1863: "Estados Unidos es una nación concebida en la libertad y dedicada a la asunción de que todos los hombres son creados iguales" y con la misión de ser "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Nada más lejos de la realidad de hoy.
Miro la fecha de publicación de este libro que a tantos estadounidenses molestó: 1996. Es sintomático que Lipset lo escribiera cuando el país ya vivía una primera ola de derechas muy fuerte y una crisis moral inédita causada por el pánico a perder la hegemonía económica en manos del entonces triunfante Japón. Sustituyan países asiáticos y la música de la crisis moral de hoy y poco cambia la cosa. Por el camino, poco se ha hecho. El resultado es un país que en el pasado todo el mundo quería visitar, donde los investigadores querían estudiar, que producía imaginarios de vida utópicos, convertido ahora en una locomotora sin freno, una fiera herida que transmite el odio y la arrogancia de quien agoniza. Grita más fuerte que nunca, pero lo hace con la ceguerade quien no ve la realidad del presente y se entrega a los espejismos que unen pasado glorioso y promesas incumplibles de futuro.