Felices y divididos

El último libro de Francesc Escribano, La tierra y las cenizas (Edicions 62) es la crónica periodística de una serie de viajes a Brasil, buscando el legado material y espiritual del obispo Pere Casaldàliga. Escribano visitó por primera vez Casaldáliga en 1985, en su diócesis de São Félix de Araguaya, en el Mato Grosso, y un reportaje que firmó para el programa 30 minutos, de TV3, hizo que la figura de aquel claretiano de Balsareny, de apariencia frágil, convicciones fuertes y un fino sentido del humor, encontrara al fin el eco que merecía en su tierra natal, donde nunca volvió. Luego el propio Escribano escribió la biografía, Descalzo sobre la tierra roja, que inspiró una miniserie protagonizada por Eduard Fernández.

Casaldáliga fue uno de los principales referentes de la Iglesia progresista que en Brasil, como en otras partes de Latinoamérica, se implicó en la lucha contra la pobreza y la desigualdad social. Vivió bajo la amenaza de muerte por su lucha constante por la reforma agraria, contra los abusos de los terratenientes y en favor de los derechos de los pequeños propietarios y los pueblos indígenas. Fue un constante quebradero de cabeza para la dictadura brasileña y también para la jerarquía eclesiástica durante el pontificado conservador de Juan Pablo II. Su influencia ha sido enorme, pero el balance de su trabajo, de sus causas, es forzosamente agridulce. Su herencia es, por encima de todo, una actitud.

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El propio Escribano lo cuenta en su libro, que por momentos toma un tono melancólico porque el autor es un enamorado de Brasil y de su gente y ha vivido como propios sus momentos bajos: los claroscuros de los mandatos de Lula y Roussef , las calamidades de Bolsonaro y la cronificación de los problemas que, pese a los pasos adelante que se produjeron en el primer mandato de Lula, impiden a los brasileños subir la vía del progreso. Un progreso al que podrían parecer destinados tanto por su espíritu empático y alegre (compatible con la violencia estructural) como por la riqueza de su suelo –que es también la escama del conflicto por la propiedad de la tierra–. Sin embargo, en Brasil hay cierta resignación vital que es a la vez problema y remedio: Ao final tudo da cierto, se dice. Al final todo se arregla. Y si no se arregla, es que no estamos al final.

Bolsonaro ya no es presidente de Brasil, pero la base social de la ultraderecha no ha desaparecido. Y Escribano ha constatado in situ que se trata de una base con un fuerte componente popular. Incluso antiguos luchadores por la reforma agraria, o feligreses devotos de Pere Casaldàliga, se convirtieron en votantes de Bolsonaro, atraídos por un mensaje simplificador cargado de fake news, decepcionados por la corrupción que desprestigio al Partido de los Trabajadores, y cada vez más tutelados mentalmente por la poderosa iglesia evangélica, un lobi conservador que también ayudó a encumbrar a Donald Trump en EEUU, y que ha crecido en Latinoamérica de forma nada casual en las últimas décadas.

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Casaldàliga murió en 2020, con la fe intacta y la paz interior propia de una persona que había sido consecuente toda su vida. Escribano decidió regresar a Brasil para captar lo que quedaba de su legado. En 2021, aún con Bolsonaro en el poder, encontró al país “feliz y dividido como siempre”, según dice en su libro. De Cataluña estando, donde durante años nos han querido acallar diciendo que la política fracturaba a las familias, este feliz y dividido me llama la atención, y me ayuda a entender la fascinación que Brasil y los brasileños ejercen sobre todos los que se acercan a ella.