Felipe VI, otra vez
En su discurso navideño, Felipe VI volvió a cargar contra el independentismo catalán porque su actitud combativa contra el referéndum, el 3 de octubre de 2017, es lo que ha dado sentido, e incluso legitimidad, a su reinado. A Felipe VI le ha faltado siempre el pretexto (el relato, si lo desea) que justifique el hecho de que sea jefe de estado por una vía tan discutiblemente democrática como la sanguínea: si su padre tuvo la Transición, Felipe, durante muchos años, tuvo que conformarse con acreditarse como el heredero que estaba más preparado que su progenitor para llevar a cabo las funciones de jefe de estado (no ha sido así, como es suficientemente visible). Incluso todavía hoy, cuando los ciudadanos sabemos bastante más de lo que se sabía sobre la corrupción de la Corona, los partidos y los medios cortesanos se permiten presentar a Juan Carlos como el personaje providencial, mesiánico, “que nos llevó la democracia”. Pero con el sucesor tienen más difícil la labor de elaborar suntuosas frases de propaganda. La corrupción, subrayémoslo, es de la Corona, no sólo de Juan Carlos. Y no afecta tan sólo a la institución real en pleno, sino también a todo el sistema institucional que, durante cuarenta años, ha trabajado activamente para esconder los excesos y abusos de autoridad de la Corona española.
En los nueve años que Felipe VI lleva como jefe de Estado el hecho más relevante que ha vivido la política española ha sido el Proceso, a lo que se toma. Los cortesanos han escrito y dicho hasta la extenuación de que el 3 de octubre de Felipe fue el 23-F de Juan Carlos. Lo intentaron, pero el resultado es completamente opuesto: del 23-F salió un monarca apuntalado y reforzado por un consenso amplísimo (tan fuerte y tan amplio que el propio consenso hizo de almohada, ya menudo de colchón y somier, en los abusos y excesos que decíamos). Del 3 de octubre, en cambio, salió un rey fracasado, en la medida en que en el momento clave no supo ejercer la autoridad arbitral que justamente le confiere la Constitución. Al contrario, tomó partido y esto le convirtió en el rey del 155, y dentro del 155, en el rey de la derecha ultranacionalista.
Sin embargo, la derecha ultranacionalista no ha tenido históricamente buena relación con la monarquía. Ahora Felipe VI se encuentra que, oficialmente, PP, Vox y Ayuso (que ya es una marca propia) le aplauden el discurso de la pasada Nochebuena, mientras que sus seguidores, hace cuatro días, salían a la calle a insultarle , con el escudo de la Corona recortado de la bandera, acusándole de ser un flojo, o un vendido, para "permitir" el gobierno terrorista y criminal de Pedro Sánchez. La polarización tiene malas bromas, y Felipe VI se dejó llevar allí y ha salido (y es posible que salga aún más) escaldado. Le queda decir vaguedades sobre la Constitución y la democracia, obviando que quienes las ha trastornado gravemente a lo largo de los años han sido la Corona (los jefes de estado no pueden practicar la evasión fiscal, por ejemplo) y esos partidos que fingen aplaudirlos pero que en realidad se enfocan de su debilidad y le desean lo peor.