Feminismo, wokismo: ¿hemos ido demasiado lejos?
A raíz de la victoria de Donald Trump y del avance de la extrema derecha en toda Europa, se ha extendido la opinión de que los movimientos políticos de izquierda, o al menos algunos, han contribuido involuntariamente a esta tendencia. Desde la misma izquierda, y no es casual, a menudo se atribuye esta responsabilidad al feminismo o, más generalmente, al wokismo, término burlón que engloba también las teorías críticas sobre la raza y el descolonialismo. La idea es que las reivindicaciones de estos movimientos –que son o deberían ser esenciales para el progresismo de izquierdas– van demasiado lejos y han provocado, pues, un efecto perverso o un backlash, otro término importado del mundo anglófono. Con una imagen diferente, hablaríamos del efecto boomerang, artefacto que puede golpear con fuerza a quien lo ha lanzado. Otro argumento es que determinadas reclamaciones, que se consideran exageradas (como todas las relacionadas con la fluidez del género y la cuestión trans), ponen en peligro los derechos adquiridos por la lucha obrera o por los gobiernos de izquierda.
Se nos quiere hacer creer que, en el mundo de la cultura, la investigación y la educación en el campo de las ciencias humanas y sociales, el virus woke ha contagiado a la mayoría de las personas que participan de ello. Suerte tenemos, se dice, de varios hombres valientes –también hay mujeres que contribuyen a este discurso, pero menos– que se atreven a clamar en el desierto y a denunciar esta enfermedad que debilita, supuestamente, el rigor científico y el interés de las producciones en estos ámbitos, así como su capacidad transformadora.
Es legítimo, pues, preguntarse: ¿el feminismo y el antiracismo activista y académico han ido demasiado lejos? Y, si nos quedamos en el mundo universitario: ¿es verdad que son hegemónicos en la investigación y la educación superior, y que esto pone en peligro otras perspectivas y objetos de estudio que están menos de moda? En Francia, un equipo de sociólogos ha llevado a cabo una sólida investigación cuantitativa para examinar esta hipótesis y dar una respuesta; el diario Le Monde se ha hecho eco de ello hace unos días. Utilizando instrumentos de inteligencia artificial, estos investigadores han examinado más de 50.000 artículos científicos en el campo de las humanidades y las ciencias sociales, aparecidos entre 2001 y 2022, para averiguar en qué proporción esta producción científica tiene en cuenta el género. Es interesante, sobre todo, ver su evolución, porque impera la sensación de que este progreso de los estudios de género se ha producido sobre todo en los últimos años, que coinciden también con el avance de posiciones políticas derechistas.
Los resultados nos dicen que en los primeros años observados en este estudio, a principios del siglo XXI, el género estaba presente en el 9% de las publicaciones, y que, dos décadas después, ha subido hasta el 11,4%. Si matizamos este resultado, veremos que en ciertas disciplinas (economía y geografía) el género se tiene en cuenta de forma muy escasa, mientras que en sociología, la que más, llega al 15%. Por lo que respecta a cuestiones relacionadas con la raza, su consideración es residual: no llega al 3,5%. Estamos muy lejos, pues, de la pretendida hegemonía que amenaza a otros estudios y perspectivas, como la que se basa en la clase social, es decir, en los factores económicos.
En el plano político, las mismas voces que se quejan del protagonismo del feminismo y el antiracismo dicen que esto "hace olvidar la economía", que es la madre de todas las desigualdades y del malestar social de una mayoría de la población. Las reivindicaciones feministas, especialmente, son consideradas una especie de lujo, un espejismo que tapa los "verdaderos" problemas de la gente, y que contribuye a que "el pueblo" se decante por las opciones de derecha y no de izquierda. El problema es que este mensaje, que difunden los políticos del espectro más conservador en todo el mundo, también ha calado en algunos sectores del progresismo ilustrado. Por eso, resulta sorprendente (y, para algunas personas, reconfortante) que un historiador poco sospechoso de feminismo descabellado como es Patrick Boucheron, miembro del venerable Collège de France, haya sugerido recientemente que las conquistas feministas y antirracistas no han hecho más que empezar, y que hay que ir mucho más lejos y no dejarse engatusar por estas teorías del backlash.
Además, a menudo se presenta una visión deformada de las producciones culturales y académicas feministas y antirracistas o descolonials. Se afirma que contribuyen a un victimismo identitario y que dividen en lugar de unir, puesto que apelan a los particularismos y no a los "valores universales". Pero es fácil ser universalista cuando se pertenece al campo que ha creado las normas en lo que se refiere al género y la raza, el de los privilegios simbólicos y sociales. Se dice también que los feminismos y las teorías críticas de la raza apelan a sentirse "culpable" por estos privilegios y que esto hace que sean impopulares. Sin embargo, lo que más irrita y lo que más temen los defensores de este universalismo quizá no sea el sentimiento de culpabilidad, sino el desplazamiento de nuestra posición central y la constante interrogación a los que nos obligan estas otras perspectivas.