La feria de Navidad de San Kevin de Vallfosca

Irán a la feria del abeto, porque los niños son pequeños y hace gracia pasear con sus ojos. El olor, la combinación de verde y rojo y, sobre todo, las lucecitas. Comprarán un tió con forma de cerdito, o quizás una tiona, qué caray.

Llegan a Sant Kevin de Vallfosca y deben detenerse en la entrada del pueblo. Sólo hay una calle, tiene una sola dirección, y está del todo colapsada. Cuando un coche viene en dirección contraria, deben detenerse todos y dejarlo pasar. Están media hora, en la calle, y Pol dice que tiene pipí y Mariona llora de calor.

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En el aparcamiento no se cabe, y deben esperarse mucho rato que salga un coche. Entonces, una vez salen, ven que los dos restaurantes de San Kevin –El Kebab de Iaia Maria y Sushi-Tòfol– están llenos como un huevo. Hay un food truck con una cola como la de facturar en el avión, en parte porque todo el mundo tiene hambre y en parte porque el camarero que despacha parece borracho. Mariona quiere ir a hombros, porque dice que se ahoga. Pol ya se ha meado, y berrea, porque no ve nada.

Después de otra cola compran el tió en forma de cerdito. Las tiones ya se habían agotado. Intentan volver de nuevo al coche, pero es imposible dar la vuelta. Si dan la vuelta, serán aplastados entre canciones navideñas. ¿Morir con un zapato en la cara mientras tintin los cascabeles como argentinos joyos?

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Los niños, a hombros, lloran de hambre y de nervios. Ellos se discuten tan fuerte que saben que si lo dura mucho más saldrán a Crímenes y Rosa Peral parecerá Blancanieves.

Llegan al coche. Y entonces sí, con toda la furia, sin decirse nada, empiezan a vapulear al tió. “Cabrón, cabrón, tió, ¡caga turrón!”, grita él, histérico, fuera de sí. Ella le da patadas; en el tió se puede, ¿no? Aunque sea antes de tiempo. “Tiene, tiene, y no cagues arenques, que son saladas, ¡desgraciado!”, chilla ella.

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