Los foseros

El foser es el que abre fosas, el sepulturero. España se considera el segundo país del mundo con más fosas comunes después de Camboya, que ostenta este récord macabro como resultado de las masacres perpetradas en 1975 por los Jmeros Rojos a las órdenes del sanguinario Pol Pot. Aquello, por cierto, fue también un genocidio, porque "genocidio" (para sorpresa del alcalde de Madrid y de quienes piensan como él) no es una marca de la que nadie tenga la exclusiva, sino la práctica de exterminar a la población de un lugar. En Camboya, el delirio totalitario de crear una "nueva sociedad" llevó al asesinato de todos aquellos que no se consideraban dignos de formar parte de ellos. Entre 1975 y 1978 se asesinaron a entre 1,5 y 2,2 millones de personas, y los datos oficiales hablan de unas veinte mil fosas comunes esparcidas por todo el país.

En España no existe un recuento oficial de las víctimas de la Guerra Civil, por lo que los cálculos oscilan entre las 190.000 y las 500.000 víctimas. El número de fosas comunes en territorio español sería entre 2.000 y 3.000. Para quienes todavía hoy discuten o niegan la necesidad de las políticas de memoria democrática (en Baleares el PP y Vox se preparan para derogar definitivamente la ley autonómica sobre esta materia, como ya han hecho en otras comunidades), o se enfrentan encarnizadamente, los datos los desmienten de forma rotunda.

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En un país así, que el secretario general del partido que aspira a gobernar afirme que hay que enterrar al gobierno actual dentro de una fosa, es más que ofensivo y más que preocupante. Más que más, cuando el partido en cuestión, el PP, es descendiente ideológico directo de quienes abrían las fosas de hace noventa años. Y más si tenemos en cuenta que la única posibilidad que tiene el PP de volver a la Moncloa pasa por el mismo peaje aritmético que la mayoría de los gobiernos autonómicos y municipales con los que cuenta actualmente: depender de la extrema derecha de Vox, que no solo desciende del franquismo sino que lo reivindica y lo enaltece abiertamente.

En una democracia sólida, el tal Tellado pagaría un exabrupto como éste con su carrera política. Sin embargo, la situación actual no sólo no es de solidez democrática, sino que se puede describir como una carrera pendiente abajo sin frenos, y no sólo en España. Las noticias que llegan de Francia, de Alemania, del conjunto de la Unión Europa, del Reino Unido y de EE.UU. muestran una erosión de las democracias liberales (de sus instituciones y mecanismos de gobernanza, pero también de la idea misma de democracia) como no habíamos conocido hasta ahora. En España el fenómeno toma características propias, porque en cuarenta años y pico la democracia no ha terminado ni siquiera en desplegar. Todos los días se producen estallidos de una violencia gestual y verbal irrespirable. Hay un deseo de violencia, un anhelo de ver devolver a los foseros, una pulsión guerracivilista que va desde un Trump que amenaza a la ciudad de Chicago (como antes la de Los Ángeles) hasta los Tellados ya los incontables fantasmas de la extrema derecha hispánica. Alerta.