Frenesí navideño
Vale, lo admito: la nostalgia nos hace mirar atrás con tendencia a la idealización. La infancia es –ya se sabe– el paraíso perdido que añoramos toda la vida. Esto no quiere decir, en absoluto, que cualquier tiempo pasado fue mejor, frase especialmente cierta para los que fuimos niños pequeños durante el franquismo.
Nuestra infancia debería haber sido aburrida y triste, en blanco y negro, como el No-Do. Ésta es la primera impresión que provocan las imágenes del noticiario franquista que ha rescatado el programa El año que naciste, que presenta Xavier Bundó en La 2 Cat, con buenas cifras de audiencia.
Sin embargo, en este tipo de sala de espera de las hazañas de Navidad que cada vez empieza antes, no puedo evitar pensar que, quizás, y sólo quizás, aquella infancia sencilla, más ingenua que ahora, más austera... hacía que lo que los cursis llaman "la magia de Navidad" fuera más cierta.
En esta sociedad sobreinformada, hiperconsumista y globalizada que tenemos ahora, los niños vive esta espera –antes contenida y, por eso mismo, más emocionante– con un frenesí que, me parece, puede llegar a provocar angustia.
Las luces de Navidad son abrumadoras y se encienden en noviembre; los ceremoniales previos a la llegada de los Reyes se multiplican y se establece una cierta competencia entre el cartero real, el hada de los Reyes, el paje y todo tipo de personajes estrafalarios. De postre, hay que añadir Papá Noel, que, sin pedir permiso a Sus Majestades, se ha incorporado a las fiestas. También hay –no hace falta decirlo– el tió, convertido ahora en un tal "cagatión" con ojos, nariz y boca. ¿No era más "mágico" que un simple tronco de madera comiera mandarinas y cayera golosinas? Si lo humanizamos, ¡pierde una parte de la gracia!
El abaratamiento de algunos juguetes (no de todos), que también los hace más feos y de nyigui-nyogui, permite que la mayoría de los niños consigan todo lo que piden a la carta a los Reyes (vía catálogo de El Corte Inglés o de otros negocios similares). Se acabó el recuerdo de ese año que pidió con un gran deseo un regalo determinado que los Reyes no te llevaron. Sobre todo, que los niños no se frustren.
Los que tenemos hijos sabemos que todos hemos cometido el pecado del exceso y hemos visto cómo nuestros hijos desenredaban regalos sin prestar ninguna atención, sobrepasados como estaban por la cantidad de paquetes envueltos. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pero pienso que algún día tendremos que plantearnos empezar a poner cordura en este desenfreno navideño.
En las redes, cuando se habla de excesos navideños, siempre se alude a las calorías y las grasas que hemos ingerido y que nos han engordado (¡drama!) un par de kilos. ¿Y los excesos en el consumo, en la excitación, en el atolondramiento? ¿Encontraremos la forma de ponerle freno?
Estamos aturdidos por el exceso, deslumbrados por las bombillas de colores, hiperexcitados con el Black Friday, empalagados de dulces, seducidos por las lentejuelas. Y entonces, para poder ofrecer una sorpresa, algo realmente excepcional, se acaba plantando un gigantesco árbol de Navidad –que no es árbol ni es nada–. Volvemos al abeto con cuatro bombillas, por favor. Volvemos a hacer pocos regalos pero lindos. A cierta sobriedad, al buen gusto, al espíritu de Navidad.