La granada

La granada es la prehistoria
de la sangre que quitamos
la idea de sangre cerrada
en glóbulo duro y agrio
que tiene una huelga forma

de corazón y de cráneo.

Federico García Lorca

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Jordi Pujol solía utilizar el eslogan "Nuestro mundo es el mundo" para justificar su política de proyección exterior. En la Cataluña de los años ochenta, una divisa tan glocal era más bien una aspiración que una realidad, excepto para los empresarios exportadores y los jóvenes que cogían al Interrail con la mochila a hombros. Al amanecer del siglo XXI, con toda la carga simbólica del milenarismo, la preocupación por el medio ambiente dejó de ser una manía hippie para entrar en la agenda mundial. Entonces se hizo popular la consigna "Actúa localmente, piensa globalmente". Hoy, cuando la información es un hecho universal, cuando el cambio climático y la inmigración golpean la puerta de cada uno de nosotros, la globalización no es un deseo o una expectativa, sino una realidad a la que no se puede dar la espalda.

Idealizamos esta nueva realidad. Creímos que viviríamos en una Pangea espiritual llena de intenciones optimistas que han quebrado. La multilateralidad naufraga frente a los delirios de Trump y Putin, la emergencia de China y el descrédito de la ONU. La unidad europea, que había cogido empuje con la adopción del euro, se atasca por el egoísmo decadente de los viejos estados nación. La economía global no favorece un progreso equilibrado y general, sino que consolida las desigualdades en todas partes. Y la diversidad cultural ya no se percibe como un ideal de convivencia, sino como la versión edulcorada del desarraigo, el desmoronamiento de las identidades y el resurgimiento xenófobo. El sueño de un planeta más cohesionado, que debía enterrar la tenebrosa Guerra Fría, parece más lejos que nunca.

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La peor expresión de la nueva globalización, para nosotros, fue la crisis financiera de 2008, que puso en evidencia nuestra impotencia frente a una lejana trama de intereses económicos y financieros que escapa totalmente de nuestro control. Esa crisis se encuentra en el origen de movimientos sociales como el 15-M en España o los indignados en Francia. Y en Cataluña explica también el auge del proceso independentista, que, en parte, también era una respuesta defensiva del catalanismo frente a dos amenazas: el nacionalismo español y la homogeneización cultural global. El fracaso de todos estos movimientos populares ha abierto camino al nuevo populismo de ultraderecha.

¿Nos queda margen para los sueños, para lo ingenuo? Cuando pienso en el mundo en el que me gustaría vivir, visualizo a una granada. La granada tiene una corteza sólida, uniforme, resistente a los gusanos ya los parásitos, pero contiene un mosaico de pequeños gajos brillantes, rojos, frescos y sabrosos. La fuerza de la unidad y la belleza de la diversidad, éste es el simbolismo de la granada en la iconografía universal. Fray Angelico la pintó a manos de un niño Jesús para expresar el deseo de la unidad de las diversas Iglesias. Y algunos regentes de la dinastía de los Austrias, entre ellos el emperador Carlos I, también la lucían en sus retratos, en expresión de su ideal de una monarquía compuesta, fuerte pero también nacionalmente diversa (el ideal de nuestros austracistas en 1714).

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Un mundo capaz de afrontar los retos comunes, una Europa decididamente federalizada y una Cataluña libre y plural, digna de convivir consigo misma y con sus vecinos, bajo una carcasa amistosa y protectora, como la de una granada. He aquí el mundo que desearía que nuestros hijos alcanzaran. O que al menos pudieran orientarle una mirada larga y convencida. Y ya sé que, para los pesimistas, pedir equivale siempre a pedir demasiado, pero es en estas fechas donde nos damos permiso para formular nuestros deseos cuya puerilidad queda, afortunadamente, dispensada. Feliz 2026.