¿Guerras culturales o ideológicas?

El asesinato del influencer pro Trump Charlie Kirk –aviso de que el artículo no se centra en este hecho concreto– ha provocado que las expresiones "guerra cultural" y "guerra ideológica" se empleasen indistintamente, tanto en los medios como en otros contextos. ¿Quieren decir lo mismo? Es obvio que se trata de términos emparentados, pero esto no significa que sean intercambiables en sentido estricto. Esta yuxtaposición puede parecer poco importante, pero, en realidad, acaba llevando a análisis confusos. Aunque, en mi modesto entender, el concepto de "guerra cultural" ya está prefigurado entre líneas en el primer volumen de La decadencia de Occidente (1918) de Oswald Spengler, la expresión "culture wars" la populariza el sociólogo James Davison Hunter en 1991. Conviene prestar atención a la fecha: a principios de los noventa, una vez desmantelado oprobiosamente el socialismo real, era muy difícil hablar de confrontaciones ideológicas: defender las bondades de Ceaucescu o de Enver Hoxha resultaba muy complicado. Eso implicaba, pues, que el choque dialéctico fuera en otra dirección. En Estados Unidos, los intelectuales republicanos y los demócratas empezaron a pelearse por otras cosas. Con el paso del tiempo, Steve Bannon, asesor de Donald Trump, dijo que lo que estaba en juego no era el capitalismo o cosas por el estilo, sino "el alma de América", es decir, sus valores en temas como la familia, el aborto, etc. Todo ello tiene que ver, pues, con la identidad nacional, la práctica de la religión o el género. Las tradicionales guerras ideológicas del siglo XX, en cambio, estaban centradas sobre todo en la noción de sistema político y en la economía. El tema de la transexualidad, por ejemplo, que hoy es fundamental en el seno de las guerras culturales, no se esgrimía como casus belli durante la Guerra Fría, y este es solo un ejemplo, entre muchos otros.

La segunda cuestión que separa el concepto de guerra ideológica del de guerra cultural es que el objetivo de la primera era cambiar el sistema político o el económico, mientras que lo que pretende la segunda es influir en la forma en la que la sociedad piensa, vive y se expresa. Es decir, el objetivo es ganar, asegurar o apuntalar la hegemonía cultural sobre todo –pero no solo– a través del lenguaje. En este sentido, es significativo cómo el movimiento de la corrección política ha acabado generando una cantidad tan grande de anticuerpos que, de hecho, hoy son la base del lenguaje incorrectísimo del trumpismo y del movimiento MAGA en general. En Europa está empezando a ocurrir exactamente lo mismo.

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En tercer lugar, está el tema de los actores de la confrontación. Las guerras ideológicas del siglo XX estuvieron ligadas a los estados, a los partidos políticos y a los sindicatos, a movimientos más o menos estables y fáciles de identificar. En cambio, los actores de las guerras culturales pueden ser grupos que, por una u otra razón, con más o menos fundamentos, de repente se autorreinterpretan. Después hay individualidades en los medios convencionales o en las redes sociales –los influencers– que hacen la guerra por su cuenta, con todo lo que esto implica: voces erráticas y efímeras, grandes aspavientos y escándalos que a veces solo duran unas horas, si llega. Este ecosistema dialéctico es, con alguna excepción, autorreferencial: cada uno vive amorrado a las marionetas que aparecen en sus respectivas pantallitas. De las marionetas de los demás solo reciben caricaturas negativas y ridículamente sesgadas.

A menudo se dice que las guerras ideológicas del siglo XX generaron numerosos conflictos armados y unos niveles de destrucción nunca vistos, mientras que las guerras culturales se limitan a pseudodebates públicos en los que nadie escucha a nadie, a cambios legislativos basados en volantazos reactivos, a batallas por matices triviales en las redes sociales (y, cada vez más, por desgracia, también en los medios de comunicación hechos por periodistas profesionales). En parte es así, pero esto no significa que a largo o incluso a medio plazo las guerras culturales no puedan transformarse en otra cosa. Si muchos países asiáticos y africanos se han alineado con Putin y Xi es porque tienen muy claro qué es, y qué no, una familia, que para ellos representa algo muy importante. Quien mejor ha explicado este hecho concreto en base a datos empíricos de calidad ha sido el demógrafo francés Emmanuel Todd. No sé si por casualidad o no, Todd también fue el primero en predecir con pelos y señales la caída y descomposición de la URSS en La chute finale (1976). Las guerras culturales, pues, deben distinguirse de las ideológicas, pero eso no significa que sean inocuas.

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