Humillar a las feministas del PSOE

Dentro del movimiento feminista la frase es tan conocida que ha adquirido categoría de eslogan: "Nada se parece más a un machista de derechas que un machista de izquierdas". Desde siempre, las mujeres que han batallado por la igualdad desde el progresismo se han encontrado con el dilema de la doble militancia: formar un partido propio o unirse a las filas de aquellos que, por la naturaleza de sus principios de justicia social, podían acomodar al feminismo. La primera opción puede parecer radical y excluyente, pero si tenemos en cuenta la hostilidad sistémica que ha caracterizado a los partidos políticos y el peaje que deben pagar tantas mujeres por tener un papel relevante, no es de extrañar que sea valorada.

Por no segregarse y cambiar las estructuras de unas organizaciones sólidas y poderosas, muchas feministas optaron por la doble militancia. Han trabajado mucho desde la base para conseguir que la agenda por la igualdad se convierta en prioridad, ya las veteranas que aguantaron de todo para estar dentro les debemos agradecer muchas de las conquistas que ahora disfrutamos todas. También ellas sufrieron los abusos, el acoso, el paternalismo y la exclusión del entendimiento fraternal de los señores porque tenían un objetivo a largo plazo.

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Dentro del PSOE siempre han existido las babosas y los puteros, los asquerosos y los lascivos. Habría sido un milagro que, en pocas décadas, todos los hombres nacidos del patriarcado rancio del nacionalcatolicismo hubieran cambiado de forma tan radical. Todos, digo. Por suerte, muchos sí se añadieron de forma sincera y comprometida al feminismo, pero no vendían así de fábrica. Las militantes que estuvieron al pie del cañón durante la Transición nos lo cuentan siempre: tuvieron que educar a sus propios hombres. Basta con leer las novelas de Montserrat Roig para ver que en la cama, en el dormitorio, en las relaciones personales y familiares, y también en el reparto del poder dentro de las organizaciones, ellos se parecían más a los hombres de derechas que a las mujeres feministas.

Pero el momento actual debía ser diferente. Esto decía la propaganda de Pedro Sánchez, quien, en plena movilización violeta, convirtió al feminismo en su principal bandera. Mientras, eso sí, arrinconaba a todas las históricas que no le besaban el anillo. Le regaló el ministerio de Igualdad a una Irene Montero sin experiencia ni conexión con las bases del movimiento. No dijo nada, que yo recuerde, cuando apareció un muñeco de Carmen Calvo colgado de un árbol cuando el transactivismo la puso en la diana. Avaló y aprobó dos leyes nefastas para las mujeres: la llamada ley trans y la ley del sólo sí es sí, ambas analizadas por juristas feministas que se hartaron de repetir y señalar los riesgos que comportaban. En todos estos años hemos ido viendo cómo las socialistas más competentes desfilaban y desaparecían haciendo extraños mutis por el escenario de la política de primera fila. Los historiadores del futuro encontrarán una coincidencia en todos los barridos hacia los márgenes: su incapacidad para arrodillarse ante el César de la Moncloa. Es una inercia que supone una humillación pública para todas las que han dado la cara por él en los momentos más complicados, las que han sacado pecho feminista y socialista. Hay muchas mujeres del PSOE (y del PSC) que trabajan de forma infatigable por la igualdad y que han logrado cambios importantes. Basta con mirar qué ocurre en la política municipal. Por eso esta desidia frente a casos como el de Ábalos o el de Salazar hace un mal terrible. Porque avala el machismo más asqueroso pero también porque supone un enorme desprecio hacia todas las feministas socialistas.