Identidad y azar
Leo que el departamento de Salud podría tener que pagar 300.000 euros para compensar un intercambio de bebés que tuvo lugar por error en 1972. Los abogados del hombre perjudicado han rechazado esta primera propuesta.
Se me hace difícil creer que una cantidad de dinero más elevada, sea la que sea, pueda realmente resarcir a esta persona por una negligencia que ha afectado toda su vida de arriba abajo.
Todos podemos imaginar el impacto que tiene que suponer descubrir, cuando eres adulto, que has crecido en una familia que no es la tuya mientras en algún otro lugar tus padres y hermanos amaban a otra persona. Sin embargo, recuerdo cómo me impresionó el testimonio de dos hombres canadienses que se encontraron en este caso y que protagonizaban un reportaje publicado en este diario el pasado verano.
Richard pasó una infancia muy complicada en una familia de raíces indígenas. Eddy, por su parte, había crecido en una cariñosa familia católica ucraniana. A la edad de la jubilación supieron que habían sido intercambiados por error en un hospital rural de Canadá, donde habían nacido con horas de diferencia.
Estos dos hombres, cuando se conocieron, coincidieron inmediatamente en algo: ambos habrían deseado no haber conocido nunca la verdad. Es más, se mostraron de acuerdo en que, si solo se hubieran enterado ellos dos, no se lo habrían dicho a nadie y habrían continuado con su vida como si nada hubiera pasado.
Eddy, que llegó a un hogar próspero donde lo esperaban tres hermanas mayores, confesaba que sentía que debería haber sido Richard quien recibiera todo ese amor. Pero Richard, que había sufrido una familia disfuncional y el trato discriminatorio hacia las comunidades indígenas, aseguraba que, si pudiera volver a ese hospital y cambiar las cosas, no lo haría. No lo haría porque tiene una mujer, dos hijas y tres nietas que ama, y también porque tuvo una gran sensación de pérdida cuando la prueba genética demostró que no tenía raíces indígenas. “Era algo que creía que nadie podía quitarme, y en mi cabeza siempre seré indígena”.
Es decir, que las raíces poco tienen que ver con la sangre. Lo sabemos, pero siempre impresiona comprobarlo de una forma tan explícita. Nuestra identidad se conforma con efectos, experiencias y, también, memoria. Y ante todo esto, ¿qué hace un grupo sanguíneo, unos ojos azules u oscuros, unos rasgos físicos similares?
Como otra cara de la moneda, Eddy, que realmente tiene raíces indígenas pero no lo sabía, se ha interesado por su árbol genealógico, ha establecido relación con una hermana biológica y ha reclamado para sus descendientes las ayudas destinadas a la comunidad métis porque, como muy bien argumenta, él no pidió “ser cambiado al nacer”.
Lo único cierto es que provoca un terrible vértigo saber que un error humano en un momento determinado puede desencadenar una alteración dramática, diría que definitiva, en la vida y la identidad de una persona. Cómo el azar puede hacer variar lo que consideramos inmutable.
Estamos expuestos al azar desde el momento en que llegamos al mundo y hasta el día que morimos –quizá por una casualidad tan banal que roza el ridículo–. Entre los dos extremos tenemos que vivir una vida que, afortunadamente y al menos en buena parte, depende de nosotros.