Integrar, acoger, incluir

¿Qué tiene que pasar con la inmigración, especialmente cuando hay procesos rápidos de "crecimiento y renovación poblacional" y el cambio –con toda razón– percibido es "fulgurante", como afirmaba el pasado domingo en este diario el doctor Andreu Domingo? ¿Se tiene que integrar para asimilarla a la sociedad de llegada? ¿Hay que acoger al recién llegado en un gesto de benevolencia generosa? ¿Hay que hacer políticas inclusivas que respeten, e incluso protejan, las particularidades culturales?

En poco más de 700 palabras no pretendo responder al fondo de la pregunta. Mi intención se limita, modestamente, a mostrar los cambios de lenguaje con los que hablamos de la inmigración para acomodarla a las sensibilidades éticas e ideológicas de cada momento. En Catalunya, aunque sea a bocanadas, los procesos migratorios son endémicos. Es decir, nos son propios y nos definen en muchos más rasgos sociales y culturales de lo que imaginamos. Y es por eso que somos expertos en encontrar nuevas palabras para hablar de ello en cada momento.

Cargando
No hay anuncios

Otra cosa, más allá de las palabras, son las condiciones objetivas de la recepción de esta población. Y si bien cada vez son mejores, la sensibilidad social todavía crece más rápidamente, y por tanto la percepción es más crítica. Las circunstancias de llegada –de vivienda, laborales, sanitarias, escolares...– de las migraciones del siglo XX –por no ir más atrás– podían llegar a ser estremecedoras. Pero actualmente, ya sea porque tenemos más información, ya sea porque hay más conciencia social, paradójicamente, las reacciones también son más extremas. Tanto las de los que se asustan y exageran su amenaza, como las de quienes disimulan sus adversidades y las aplauden insensatamente. Y es debido a estos cambios de sensibilidad que hablamos con nuevas palabras. Las palabras suelen ir más rápido en cambiar que la misma realidad, y es más fácil acomodar el lenguaje a cómo nos gustaría que fuera el mundo que que el mundo sea como quisiéramos que fuera.

Cargando
No hay anuncios

En concreto, en Catalunya se puede observar la línea temporal que nos ha llevado de hablar de integración, pasando por acogida hasta terminar en inclusión. Aunque durante muchos años la palabra integración había sido la habitual para describir el proceso de acomodación del inmigrante, en los entornos más expertos es un término maldito. Sugiere un proceso unidireccional donde el forastero es quien se tiene que integrar en la sociedad autóctona. Sin embargo, consideraciones morales aparte, se parte de un reduccionismo ciego. Por un lado, no se tiene en consideración el hecho de que toda integración en el lugar de llegada implica también una dolorosa desintegración del punto de partida. Por otro lado, solo puede haber integración si el lugar de llegada es homogéneo y reconocible, cosa que si se podía imaginar cincuenta años atrás, la diversidad actual la hace impensable. El dilema que ahora se plantea el inmigrante es: desintegrarse... ¿pero para integrarse en qué?

Más adelante llegó la idea de la acogida, que tenía interés porque agrietaba la unilateralidad del proceso de aculturación y repartía el esfuerzo con un receptor benevolente. Una idea paralela a la de recién llegado, que suavizaba la noción de inmigrante. La Catalunya, tierra de acogida, una propuesta entre candeliana y pujoliana, no tenía pretensiones sociológicas, sino políticas. Se trataba de ablandar el conflicto interior, pero también de favorecer una percepción más amable de la realidad catalana en los territorios españoles de emigración. Era un discurso condescendiente ante una realidad bastante más dura, sí, pero no pretendía ser descriptivo sino performativo.

Cargando
No hay anuncios

Sin embargo, ya en tiempos de ideología woke, el recorrido ha terminado dando un giro de 180 grados. Ahora el discurso políticamente correcto hace recaer toda la responsabilidad del éxito del proceso migratorio en el receptor y su capacidad para incluir al forastero, sin incomodarlo. Una perspectiva que vuelve a caer en un par de reduccionismos. Uno, homogeneiza la condición de inmigrante por razón de una pretendida vulnerabilidad universal, como si toda respondiera al mismo modelo. Y dos, ignora que un proceso de inclusión sin condiciones implica la desintegración de la comunidad que debe incluirlo. Obviamente, la primera y última perspectiva se retroalimentan.

Se entiende que haya que superar lo que implica la unilateralidad de la integración y la asimilación. Y también es cierto que, vista la magnitud y el perfil diverso de los movimientos migratorios actuales, los términos acogida y recién llegados se quedan cortos. Pero la inclusión justifica una nueva unilateralidad que no valora el esfuerzo que también tiene que hacer el receptor y favorece la desconfianza hacia las políticas que así se llaman. Así que ya volvemos a estar en el punto de partida. Quizás necesitemos nuevas palabras a la altura de las nuevas circunstancias.