La investidura: 'match point'
En la política, como en la vida, está lo deseable y lo posible. No siempre los contornos son claros y las apuestas en uno u otro sentido tienen un cierto grado de incertidumbre. Nada peor en política que no tener algo de atrevimiento a la hora de tomar decisiones. Pero las buenas intenciones cuando se toman riesgos deberían evitar caer en la imprudencia. Todo consiste en tener buena capacidad de interpretar la situación, de disponer de sentido y olfato políticos sobre cómo y cuándo se pueden forzar las situaciones y cuánto hay que saber esperar hasta que se den las “condiciones objetivas”. Que las ganas de cambio no deriven en un excesivo “optimismo de la voluntad”, como decía Gramsci.
El largo periplo para el acuerdo de investidura de Pedro Sánchez ha forzado y mucho las costuras de la sociedad española –también la catalana–, ha hecho aparecer y reaparecer muchos fantasmas que creemos enterrados y ha generado un contexto propicio a sobreactuaciones y valoraciones agónicas. La omnipresente polarización política empuja hacia las posiciones más extremas. Las derechas, ahora todas ellas radicalizadas, encuentran el supuesto para abandonar buena parte de la cultura y los hábitos democráticos. Que esto sucediera en España era bastante previsible aunque poco deseable. Que una parte importante del arco político se lance a la confrontación ideológica que no hace prisioneros, hace inhabitable a un país e impide consensos básicos que deberían mantener los grandes sectores políticos. La izquierda no puede aspirar a gobernar con normalidad si la mitad de la ciudadanía considera que lo hace de forma ilegítima. Se debería haber evitado llegar aquí. El problema real no es la amnistía, no nos engañemos; la dificultad cierta es construir una mayoría política que, en realidad, no existe, cuando los socios necesitan exhibir su disonancia de forma continuada.
La política no es solo aritmética, y menos aún cuando es forzada e irreal. Se deben construir y obtener mayorías sociales. El 23-J la izquierda lo vivimos como una victoria, porque ya dábamos la derrota por descontada. Que la derecha no sumara no implica que lo hiciera la izquierda. Es a partir de ahí que toda negociación resulta quimérica, grotesca, para crear una mayoría que, de hecho, no se percibe, con gente que no tiene ni quiere ningún proyecto de progreso para España. Que se deje definir los contornos de la amnistía a los propios beneficiarios y que no se otorgue por convicción sino por necesidad lo hace poco comprensible. Para contentar al independentismo no se puede hacer la guerra a las instituciones y a la división de poderes del Estado. Por más que una parte de la judicatura española sea un instrumento de la derecha política, no es posible aceptar el concepto lawfare.
Se investirá un presidente y se formará un gobierno, pero no existe una mayoría parlamentaria real sólida y creíble para mantenerlo y sostener la legislatura, para dar a la política y a la sociedad española una gobernabilidad potente y tranquila. No existe. Ni siquiera Sumar resulta un artefacto lo suficientemente estable como para confiar en él en estos momentos. En la noche electoral, todo indicaba que había que ir a nuevas elecciones, hacer una segunda vuelta ante la inexistencia de una mayoría para gobernar. La izquierda pudo afrontarlo con muchas posibilidades de éxito. Se había frenado la ola reaccionaria y podía acabar de activarse un desanimado voto progresista. En política el poder lo es casi todo, pero, además de las condiciones aritméticas reales, deben darse condiciones sociales que lo hagan comprensible. El problema para la izquierda no es un acuerdo con Junts –difícil de comprender–, ni tampoco la amnistía, lo es la teatralización infame que han exigido y seguirán practicando.
Catalunya lleva más de diez años de una polarización insoportable, generada y mantenida por los protagonistas del Procés. En ese contexto tóxico, el PSC adoptó una actitud muy difícil y modélica. No aceptó la dinámica de los bandos, no entró en el trapo de las continuas provocaciones, como hicieron otros. Fue difícil mantener la postura conciliadora ante la respuesta excluyente e insultante de unos y otros. Pero se evitaron males mayores y una parte significativa de la ciudadanía lo ha valorado. El partido que los independentistas y la derecha españolista querían enviar a la papelera de la historia es el que tiene más apoyo, con diferencia. Un reconocimiento al sentido político profundo de sus dirigentes, a la capacidad de tener una larga mirada que es tan importante y poco usual. Si el camino tomado por la política española lo que hace es crear polaridad y confrontación, no es una buena ruta aunque sean otros los responsables. Creo honestamente que a Pedro Sánchez y a su entorno la pulsión de poder les ha desbordado su sentido político. No se domina el relato. La acción de gobierno, por buena que sea, quedará apagada por una discusión continua, por una violencia verbal que puede generar una dolorosa agonía.