Justificar masacres

El ministro de Exteriores ruso, el tenebroso Serguéi Lavrov, justificó la matanza del pasado Domingo de Ramos en la ciudad ucraniana de Sumi (en la que murieron treinta y cuatro civiles, y hubo más de un centenar de heridos) con el argumento de que en el edificio atacado con dos misiles rusos había una reunión oculta de militares ucranianos y occidentales. "Jefes militares ucranianos y sus colegas occidentales, que se hacían pasar por mercenarios o quién sabe por qué", describió Lavrov. Y añadió: "Allí hay militares de los países de la OTAN que mandan, eso lo sabe todo el mundo".

Alegar el emplazamiento de supuestas instalaciones militares o terroristas en infraestructuras civiles para justificar los ataques contra estos objetivos civiles se ha convertido en una costumbre de la guerra de nuestros días. También ese otro argumento según el cual el enemigo "utiliza a los civiles como escudos humanos". En realidad no son más que excusas para disparar indiscriminadamente sobre la población del lugar atacado, causando así el máximo dolor y desgaste (y, como consecuencia, sentimientos de ira, rabia e impotencia entre las víctimas con toda su carga de conflicto y de ruptura social) dentro de la parte contraria. Excusas que nunca son demostradas ni verificadas, y que cada vez más se sirven de forma rutinaria, fría y desganada, de simple trámite. Así lo hace Rusia en su guerra contra Ucrania (que durante meses no querían reconocer como guerra, sino como una "operación militar especial") y así lo hace también Israel en el genocidio que perpetra contra la población de Gaza (que tampoco, según Netanyahu y su gobierno, es un genocidio, sino una respuesta a los ataques de Hamás). Al fin y al cabo, se trata de terrorismo de estado, cometido por las respectivas fuerzas armadas. Militares convertidos en carniceros de personas desvalidas, el tipo de asesinos más repulsivo y reprobable.

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La protección de civiles (y de prisioneros, y de militares heridos o que no participan en maniobras armadas, etc.) está recogida en los Convenios de Ginebra de 1949, y la definición de los crímenes de guerra es la que quedó establecida por el Estatuto de Roma de 1998, por el que fue creada la Corte Penal Internacional, encargada de por el Consejo de Seguridad de la ONU, como en los casos de Ruanda o de las guerras de los Balcanes). Sin embargo, la lentitud de estos procesos judiciales, las limitaciones con las que chocan a menudo los tribunales y la Corte Penal Internacional, y la falta de mecanismos para exigir el cumplimiento de los Convenios, son las grietas por donde gobernantes criminales como Putin, como Lavrov, como Netanyahu y sus socios ultraortodoxos y de extremas ideales, hacen pasar sus atrocidades, cometidas en nombre de cualquier alto ideal. Son gobernantes que celebran elecciones para darse una capa de barniz de una inexistente credibilidad democrática, mientras violentan continuamente el derecho humanitario internacional. Y ofenden, con sus cínicas excusas, la inteligencia del mundo entero.