Una ley de vivienda “comunista”
Cada cierto tiempo y ante tímidas políticas reformistas se invoca el fantasma del comunismo, en un país donde apenas quedan comunistas. Estos días ha sucedido de nuevo ante la filtración de algunos de los detalles de la próxima ley de vivienda. El presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, ha llegado a hablar de ataque a la propiedad privada. Enfrentado a esta campaña tremendista, al gobierno le va a resultar fácil legitimar una ley que en realidad tendrá un limitado impacto a la hora de conseguir su principal objetivo: bajar unos alquileres que han subido más de un 50% –entre 2013 y 2019– y que consumen buena parte de los ingresos de muchas familias.
Desde el propio gobierno se ha lanzado un mensaje de calma: el control de alquileres solo afectará a unas 150.000 viviendas, aquellas de propietarios institucionales –bancos, fondos y sociedades–. Los particulares están excluidos aunque constituyen la mayoría del mercado –el 85% de las viviendas arrendadas–. Muchos de ellos son además votantes de los partidos de gobierno en un país cuyas clases medias, y ante el declive de los salarios, se sostienen mediante rentas inmobiliarias. Nadie se atreve a tocar estos intereses. Al contrario, si estos propietarios particulares bajan los alquileres en zonas tensionadas, aunque solo sea un 5%, pagarán todavía menos impuestos –hoy ya hay una exención del 60%–.
¿Por qué las rentas inmobiliarias tienen que tributar menos que el trabajo? Lo cierto que es que el trabajo cada vez vale menos y nuestras casas “producen” más dinero que nosotros. Este es el modelo. La nueva ley no se aparta un milímetro de ese esquema, aunque el gobierno sí ha intentado corregir algunas anomalías que afectan a los grandes propietarios privados como las desaforadas exenciones de impuestos diseñadas por Rajoy que pasarán del 85 al 40%. ¿Por qué tienen que tener alguna? También pretende impulsar una medida interesante parecida a la de Barcelona, por la que las promociones de obra nueva deberán destinar el 30% de las viviendas al parque público –y la mitad de este a alquiler social–.
Otro de los problemas es que tanto esta medida, como la propia la regulación de alquileres para grandes propietarios –en zonas tensionadas– o la posibilidad de penalizar las viviendas vacías dependerá de los ayuntamientos y las comunidades, es decir, del color político o los equilibrios de cada uno de los gobierno locales. ¿En cuántos lugares se llegará a aplicar? ¿Por qué no han hecho obligatoria la regulación en todo el territorio cuando la Ley de Arrendamientos Urbanos es de ámbito estatal?
A pesar del pánico desatado, es poco probable que esta norma consiga reducir los precios de los alquileres. Las líneas de una verdadera reforma están contenidas en las propuestas del movimiento de vivienda que tratan de ajustar los alquileres a las rentas de los inquilinos y no a las expectativas de beneficios de los propietarios. Que la vivienda sea un derecho y no un negocio sigue siendo una necesidad, hoy, verdaderamente acuciante.
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