Entre la libertad, la ofensa y el odio
Francisco Vázquez, el antiguo alcalde del PSOE en A Coruña y después embajador en la Santa Sede, en 2013 declaró en una entrevista televisiva que “no hay ninguna diferencia entre un judío con la estrella amarilla perseguido por los nazis y un niño catalán castigado por hablar castellano en el patio de la escuela”. Mi pregunta es, y al margen de la veracidad de la afirmación: ¿lo amparaba el derecho a la libertad de expresión? ¿Se trataba de lo que se conoce como delito de odio? ¿Había que tomárselo con flema no existiendo el derecho a no ser ofendido?
He tomado este caso antiguo para mostrar la enorme dificultad de la aplicación del artículo 510 del Código Penal español. El artículo en su apartado a) dice –lo cito entero– que el delito de odio castiga a los que “públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas, antigitanos u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, aporofobia, enfermedad o discapacidad.”. Y en el apartado b) añade que también se aplica a la distribución de cualquier material que pretenda los objetivos antes descritos.
Con datos de los Mossos, en el 2023 hubo 761 denuncias, 286 por LGTBI-fobia, 270 por racismo y 36 por islamofobia. Pero no he encontrado información para este año ni para los anteriores de cuántas personas finalmente habían sido juzgadas y condenadas. En una información en el ARA de 2021 ya se advertía que pocas denuncias terminaban en juicio –en el 2020, de 86 solo 10– y que la mayoría quedaban sobreseídas. Y es que la ley de 1995 es tan vaga que la sentencia queda mucho a criterio personal del juez. En el caso de Francisco Vázquez, ¿qué habría dictado el juez al que le hubiera tocado considerar una hipotética denuncia por delito de odio catalanófobo?
El debate sobre los límites entre la libertad de expresión y los delitos de odio está muy vivo en todo nuestro espacio geopolítico, y a menudo se expresa con mayor virulencia. Véase el caso de la escritora JK Rowling a raíz de sus opiniones en la red X sobre las prácticas transgénero, y en cómo le afecta la nueva ley escocesa sobre delitos de odio. Una discusión que se agrava cuando las leyes se ponen sesgadamente al servicio del combate político e ideológico. A los catalanes no hace falta que nos lo expliquen. Pero aquí la cuestión se ha abierto al utilizar el delito de odio contra la llamada extrema derecha, de la que ha sido objeto Sílvia Orriols de Aliança Catalana. El juez ya archivó una denuncia de 2021 por expresarse en contra de la apertura de una mezquita acusando a los impulsores de “consentir el fanatismo religioso”. Pero últimamente ha sido el propio gobierno de la Generalitat quien la ha multado con 10.000 euros por afirmar que el islam es incompatible con los valores occidentales. ¿Afirmarlo es delito de odio o es una opinión que debe poder expresarse –y si es necesario, rebatir– libremente?
No tengo ahora la intención de decir ni si el caso de Francisco Vázquez ni el de Silvia Orriols –o de tantas declaraciones de Ciudadanos– constituyen delito de odio. Tampoco voy a entrar en especulaciones sobre si el empeño contra la señora Orriols tiene alguna intencionalidad política, buscando efectos colaterales sobre otras formaciones. Pero sí quiero señalar los riesgos de entrar en la lógica de aplicar el delito de odio no a hechos violentos concretos sino a opiniones poco o muy controvertidas, y sobre el sesgo político con el que se aplica. Así, desde mi punto de vista, los riesgos son tres. Uno, que al hablar de opiniones y no de acciones que realmente hayan vulnerado derechos humanos, los límites se diluyan totalmente. Dos, que desde el punto de vista de su ejemplaridad se consiga justo lo contrario de lo que se busca y, victimizándolo, se haga crecer la notoriedad del denunciado. Y tercero, que al censurar sesgadamente opiniones controvertidas se acaben ocultando opiniones que realmente existen en la conversación cotidiana pero que no se las pueda rebatir abiertamente con argumentos fuertes.
Ante estos debates sobre los límites de la libertad de expresión, la ofensa y el delito de odio, me viene a la memoria aquella sentencia ejemplar del Tribunal Supremo de Estados Unidos que consideró que quemar la bandera del país también era una forma de ejercer los derechos y valores que la bandera representaba. Dicho de otro modo: cuidado con no usar el delito de odio de forma odiosa.