Maccarthismo y vanidad

Cualquier época de persecución política o de utilización política del miedo colectivo repite el mismo patrón: la mayoría no se enfrenta al poder, sino que se adapta a él. La servidumbre se acepta con una mansedumbre sutil. Lo definía ya en el siglo XVI Étienne de La Boétie: "Son los propios pueblos los que se hacen encadenar; solo dejando de servir ya serían libres".

A menudo el motivo de esta obediencia canina no es la ideología, sino la conveniencia. El miedo a perder privilegios o seguridad económica empuja a muchos a someterse a cualquier régimen, aunque este se base en la delación o en la sospecha.

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Una parte importante de los ciudadanos de Estados Unidos está hoy en este proceso de rendición somnoliente, mientras su presidente va minando día a día los cimientos del estado de derecho como un carcoma. Si no fuera tan ridícula su vanidad y tan obvia su codicia y falta de escrúpulos, Donald Trump quizá haría gracia. Si no fuera tan productivo y útil para sus intereses, quizás también haría gracia el espectáculo de esta semana de la diplomacia británica rendida a los sueños de grandeza del constructor.

En los años cincuenta, el maccarthismo se alimentó del miedo al comunismo y del espectáculo de las audiencias públicas. Hoy, la supuesta amenaza es que universidades, medios de comunicación e instituciones "desinforman" o "ponen en peligro el orden nacional". El argumento es que la ciencia y la academia manipulan al buen ciudadano, obviamente votante de Trump.

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El maccarthismo en Estados Unidos (1947–1954) fue una demostración moderna de una lógica antigua. McCarthy saltó a la fama con un discurso en el que afirmaba tener una lista de comunistas que trabajaban en el Departamento de Estado. Aunque nunca presentó pruebas sólidas, el mensaje caló en una opinión pública atemorizada. Desde el FBI, Edgar Hoover proveía informes y dossieres que a menudo se filtraban a los medios, alimentando rumores y sospechas. ¿Les suena? En paralelo, panfletos como Red Channels (1950) enumeraban nombres de periodistas, actores y músicos supuestamente vinculados a organizaciones "subversivas".

Miles de profesionales del cine, la prensa o la docencia aceptaron firmar juramentos de lealtad, señalar a compañeros o guardar silencio con el único objetivo de conservar sus carreras mientras otros eran expulsados. Quienes se resistieron lo pagaron con años de discriminación, presencia en listas negras y humillaciones públicas.

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La diferencia es que McCarthy solo era un senador, mientras que Donald Trump y su entorno ocupan el poder ejecutivo. Lo que antes era una retórica que los cobardes transformaban en censura y ostracismo, hoy se está traduciendo en decretos, demandas multimillonarias que asfixian a las empresas de comunicación, amenazas regulatorias, retirada de fondos y presiones directas a instituciones académicas y culturales. El objetivo de Trump es consolidar el control político, convirtiendo la discrepancia en amenaza y la crítica y disidencia en delito antipatriótico.

Cuando los periodistas y profesores callan por miedo a perder el trabajo, cuando los medios se autocensuran para evitar demandas, cuando las universidades adaptan programas para esquivar represalias, el resultado es un ecosistema sumiso y dócil. De esta forma sobreviven pero pierden su razón de ser, que no es otra que alimentar el debate democrático.

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El punto de inflexión del maccarthismo fueron las comparecencias en las que millones de espectadores vieron al senador atacar a testigos con un estilo agresivo y sin pruebas. El abogado del ejército, Joseph Welch, le lanzó la pregunta que todavía resuena: "Have you no sense of decency, sir?" ("¿No tiene usted ningún sentido de la decencia?").

Hoy, Estados Unidos parece a punto de repetir esa lección amarga de hace 78 años: para hacer desaparecer voces basta con la autocensura inducida por el terror a la pérdida económica y reputacional. La responsabilidad, pues, no recae solo en quien ejerce el poder sino también en una sociedad que debe decidir si se dobla o resiste.

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De cómo evolucione la libertad de expresión y la resistencia de los medios críticos con el poder en Estados Unidos dependerá también la capacidad de resistencia a la ola de extrema derecha en Europa. El momento es crítico y la supervivencia de los medios de comunicación responsables y del periodismo libre será fundamental para plantar cara. Los periodistas no podrán hacerlo solos, la fortaleza de los medios estará directamente conectada con su autonomía económica. Y esta, con el apoyo de ciudadanos críticos que saben que la información es un valor preciado.