Mejoras institucionales de espaldas a la ciudadanía

Hace casi 15 años que impulsamos mejoras en la calidad institucional de nuestras administraciones con el objetivo de lograr una mayor complicidad con la ciudadanía y, por tanto, una mayor legitimidad social. Se trata de un conjunto de reformas orgánicas como la transparencia, la rendición de cuentas, la Administración abierta, la integridad y lucha contra la corrupción, sistemas internos de compliance, etc. Todo esto se desplegó con buen criterio, ya que estos ingredientes de calidad institucional representaban la eterna asignatura pendiente de las administraciones nacionales en comparación con las de los países más avanzados y maduros en el plano democrático. Pasar de la retórica a la práctica no ha sido sencillo y las administraciones han tenido que invertir un extraordinario volumen de recursos para poder implantar estas estrategias. El resultado de todo esto genera dos paradojas. La primera: que, de forma sorprendente, los ciudadanos de a pie han acogido con absoluta indiferencia todas estas novedades. La segunda: que los esfuerzos organizativos por cumplir estas nuevas exigencias han ido en detrimento de la calidad de los servicios públicos y, en estos momentos, la legitimación social de las administraciones públicas está, seguramente, en su momento más bajo en las últimas cuatro décadas. En definitiva: hemos impulsado unos instrumentos para gozar de mayor complicidad social y el resultado ha sido justo lo contrario. Ponemos sobre la mesa algunas reflexiones sobre lo que ha ocurrido durante los últimos años:

Hemos implantado un modelo de Buen Gobierno de forma desestructurada, compleja y confusa que ha asfixiado a la gestión pública. En un momento en que queríamos suavizar los procesos burocráticos internos, hemos incorporado unas nuevas exigencias que, diseñadas deprisa y corrientes, han despertado una burocracia 4.0. Entre la mala burocracia tradicional, todavía no erradicada, y la nueva burocracia, la gestión pública se preocupa más que nunca por su ombligo y deja a la intemperie a la ciudadanía.

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La esencia de la gestión pública reside en la efectividad de los servicios públicos sin olvidar (siempre tiende a olvidarse) garantizar la seguridad jurídica en la actividad reguladora de la Administración (licencias, autorizaciones y disciplina en distintos sectores), que es lo que facilita el crecimiento económico y el bienestar colectivo. ¿De qué sirve ser transparentes y aportar datos abiertos si los ciudadanos se ven inmersos en trámites cada vez más lentos y que son incluso inaccesibles para algunas personas? Las reformas orgánicas de mejora de la calidad institucional de las administraciones no pueden seguir una lógica de suma-cero que vaya en detrimento de la calidad de los servicios públicos.

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Hemos implementado una Administración abierta e íntegra (para simplificar etiquetas) con una extraordinaria exuberancia administrativa (muchas iniciativas y canales paralelos y diversas instancias responsables de las mismas) que ha generado unos costes internos insoportables y muchos interrogantes sobre su eficiencia.

Del mismo modo que hemos sido hiperactivos impulsando palancas internas para atender a la Administración abierta e íntegra, hemos sido tacaños en la capacidad de acceso de la ciudadanía a estas novedades (por ejemplo, barreras para acceder a determinadas informaciones).

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Estas barreras sólo las suelen superar algunos actores como son los medios de comunicación, algunos escasos equipos de investigación científica y personas con intenciones filibusteras. En muchas ocasiones, estos ciudadanos son empleados públicos molestos por conflictos internos variados que aprovechan estos canales para poner en aprietos no sólo al equipo político sino a toda la institución. Esto da lugar a una nueva perplejidad administrativa: empleados públicos dedicando ingentes esfuerzos a contestar a otros empleados públicos disfrazados de ciudadanos aparentemente preocupados por la integridad del sistema. Recientemente se ha detectado una novedad: la utilización de estos canales por empleados públicos jubilados que, por varios motivos (disconformes con su jubilación, agravios históricos, disputas corporativas o políticas, etc.), pueden llegar a colapsar estos canales.

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Por otra parte, los canales internos de integridad y de compliance, que son absolutamente imprescindibles para la higiene de la organización, suelen ser excesivamente utilizados por empleados molestos que transforman su insatisfacción laboral en graves denuncias que generan dolores de cabeza a los tramitadores internos.

A todo esto debemos sumar instituciones externas de control como pueden ser las Oficinas Antifraude, que han generado grandes expectativas a los alertadores, pero con demasiada frecuencia se han inhibido de profundizar en la corrupción, argumentando que para ello existen las instancias judiciales. Se han detectado muchas denuncias por minucias, en el mejor de los casos, y, en el peor, por infracciones inexistentes, que si se tramitan con intensidad y según la exigencia de buen rendimiento, acaban generando situaciones de presión para directivos y empleados públicos. El efecto perverso de los buzones de denuncias es que tienen unos riesgos importantes tanto en el sector público como en el privado, y deben abordarse con mecanismos de protección, también para los afectados. Los alertadores aún aguardan un buen sistema de tutela y protección efectiva.

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Es obvio que los postulados de la Administración abierta e íntegra deben mantenerse, pero también deberían ordenarse y racionalizarse para evitar que los ciudadanos sean desatendidos en sus necesidades más básicas debido a que los empleados públicos queden atrapados en burocracias o tramitaciones que no tienen ninguna relación con el interés público ni con el Buen Gobierno. Pretender que hace falta más burocracia para asegurar el buen gobierno, tal y como ha defendido el actual director de la Oficina Antifraude de Catalunya, es caminar en dirección contraria a la eficiencia. La honestidad pública comienza por cómo lo hacemos.