Mesa de diálogo: ¿esta vez va en serio?
La reunión de este viernes en la Moncloa entre los presidentes Pere Aragonès y Pedro Sánchez para retomar la mesa de diálogo ha funcionado como lo que es, un aséptico y prudente prolegómeno del diálogo, sin resultados aparentes. Se impone la prudencia. Ha habido, también, muy poca escenificación, poco teatro. Y pocas palabras. El resultado más concreto es la convocatoria de la mesa propiamente dicha para finales de julio, que se hará en Madrid sin los presidentes. Está claro, sin embargo, que no se convocaría la mesa si el trabajo previo entre bastidores no estuviera mínimamente avanzada. Tampoco se habría hecho el encuentro de presidentes sin un guion pactado anticipadamente.
De hecho, los procesos de diálogo en conflictos complejos de raíz histórica son así: lentos, pesados, sinuosos, aburridos. El problema, por lo tanto, no es qué ha resultado de la cita de este viernes, sino cómo es que, desde el momento álgido del Procés, con el referéndum del 1-O del 2017 y la posterior y dura represión, se ha tardado casi cinco años en enfocar las conversaciones, desde el presupuesto de que esta vez va en serio. Ya se verá. Teniendo en cuenta que hace un año Aragonès y Sánchez ya lo intentaron y la cosa quedó en vía muerta, no hay que generar grandes expectativas. Y, por otro lado, en el supuesto de que esta vez sí que la mesa salga adelante, no quiere decir que tenga éxito ni acabe bien. Quiere decir, solamente, que las dos partes se han convencido, ni que sea por interés táctico, que la del diálogo es la única vía transitable.
El gobierno catalán –o, mejor dicho, la mitad del gobierno catalán que cree en el diálogo– necesita empezar a mostrar resultados en su apuesta, mientras que el gobierno español necesita que ERC, socio clave para su estabilidad parlamentaria, esté mínimamente cómodo en la relación mutua, pero a la vez no le convienen adelantos vistosos en la carpeta catalana que exciten el españolismo ultramontano, explícito en la triple derecha y latente en los sectores nacionalistas del mismo PSOE. Es decir, en el lado catalán de la mesa hay una apuesta más imperiosa y seguramente más convencida, con la urgencia de desactivar el independentismo que busca el choque, tanto de sus socios de gobierno de JxCat como de la CUP; junto a la Moncloa, con un Sánchez siempre cortoplacista, hay más cálculo táctico que convicción, y muchas menos prisas, porque delante siempre tiene una opinión pública española poco o nada proclive a hacer concesiones al soberanismo catalán.
Por supuesto, en la cuestión de fondo –quién tiene la soberanía– las posiciones están tan alejadas como el primer día. En lo que, en todo caso, parece haber una mínima sintonía es en la necesidad de devolver el conflicto al terreno político de donde nunca tendría que haber salido, alejándolo, por lo tanto, del campo de minas judicial y represivo. Si hay una embrionaria hoja de ruta acordada es la de la desjudicialización. Mientras sean los tribunales los que marquen el paso del conflicto, no habrá solución posible en el horizonte, entre otras cosas porque la alta judicatura española está ideológicamente alineada con el nacionalismo español más duro.