Entre el miedo y el ridículo
Un estado como el español, con sus 505.944 kilómetros cuadrados de territorio, con sus 47,5 millones de habitantes, con un PIB per cápita de 41.736 dólares, con casi cinco mil kilómetros de costas, con unas fuerzas armadas que reúnen 133.000 hombres y mujeres, ¿qué puede temer del modestísimo estado de Kosovo, cuarenta y seis veces más pequeño (10.908 kilómetros cuadrados), veintiséis veces menos poblado (1,8 millones de habitantes), con un PIB per cápita 5,6 veces inferior (7.483 dólares), un país enclavado entre otros, sin salida al mar y dotado de un ejército de 5.000 efectivos? ¿En qué terreno la autodenominada nación más antigua de Europa, miembro relevante de la OTAN y de la Unión Europea, se puede sentir amenazada por el frágil Kosovo, el estado más joven del continente, que todavía mantiene algunas características de protectorado internacional?
¿Acaso el Reino de España tiene en el centro-sur de la península Balcánica intereses estratégicos, o económicos, o culturales (unas minorías de lengua española...) que se puedan ver perjudicados por la existencia de la República de Kosovo? No. ¿El pequeño país con capital en Pristina es un rogue state, poseedor de armas de destrucción masiva o madriguera del terrorismo internacional, que ponga en peligro la estabilidad global? Tampoco. ¿Se ha convertido en un satélite de alguna potencia agresiva que pueda establecer bases militares hostiles en el flanco de la UE? Todavía menos. A pesar de todas las turbulencias de una región históricamente tan convulsa y las imperfecciones de un sistema político con solo trece años de antigüedad, Kosovo no aspira hoy a nada más que a integrarse dentro de la OTAN y la Unión Europea, en busca de seguridad y prosperidad. Es por eso –hay que suponer– que los principales estados miembros de una u otra de estas organizaciones (Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania, Reino Unido, Italia, Suecia...) han reconocido sin ninguna reserva el estado kosovar, admitido también como miembro del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial.
¿Por qué, entonces, España ha preferido alienarse con regímenes políticos tan poco ejemplares –y tan criticados, en otros ámbitos– como Bielorrusia, Argelia, Venezuela, Kazajistán, Rusia, China, Angola, Cuba o Irán, y se ha negado firmemente a reconocer la soberanía de Kosovo? Una negativa –vale la pena subrayarlo– mantenida sin vacilación por gobiernos del PSOE, del PP y del PSOE-UP, con perfecta transversalidad ideológica.
La respuesta es tan conocida como grotesca. La nación más antigua de Europa tiene miedo de que admitir la existencia de un estado surgido de una declaración unilateral de independencia pueda legitimar las demandas autodeterministas catalanas. ¿Tan insegura está España (los sucesivos gobiernos españoles, quiero decir) de su propia cohesión, de la solidez de sus alianzas diplomáticas, de la calidad de su democracia? Pues se ve que sí, porque en cambio ni en Ottawa el soberanismo del Quebec, ni en Londres las reivindicaciones escocesas, ni en París la situación de Córcega fueron obstáculo para que aquellos países reconocieran Kosovo en cuestión de días, el mismo 2008.
Afortunadamente para Madrid, la interacción internacional entre España y Kosovo es escasa... si no fuera por el deporte. En este ámbito, las autoridades españolas ya habían cometido durante la pasada década varias pataletas (negar a los equipos kosovares la exhibición de sus bandera e himno, incluso del nombre...), comportamientos castigados por los organismos deportivos mundiales. La semana pasada, sin embargo, las dos selecciones estatales de fútbol se enfrentaban en Sevilla en partido clasificatorio para el Mundial de Catar, y el macizo de la raza se lanzó en plancha sobre tan patriótica ocasión.
Según explican periodistas especializados, “las instrucciones del gobierno español” (sí, el más progresista de la historia, este mismo) “eran que la nomenclatura de Kosovo no reflejara ninguna estatalidad”. Por lo tanto, la Real Federación de Fútbol y Radiotelevisión Española escatimaron la simbología nacional kosovar con argucias de patio de escuela, y tanto el locutor de La 1, Juan Carlos Rivero, como el analista técnico Albert Ferrer, debidamente aleccionados, retorcieron el lenguaje para no decir que España jugaba contra Kosovo, sino contra un equipo futbolístico, el “combinado”, de una “federación”, o de un “territorio”, o de algún otro ente más o menos fantasmal.
Fue un comportamiento más propio de la Argentina del 1982, la de los dictadores militares Galtieri y Bignone, que de una democracia supuestamente avanzada y modélica. Una actuación esperpéntica que chirría todavía más cuando la llevan a cabo aquellos que siempre predican (en relación con el Barça, o con las selecciones deportivas catalanas...) la necesidad de “no mezclar fútbol y política”. En paralelo, ningún articulista de la izquierda acreditada ha sido capaz de escribir que quizás la limpieza étnica orquestada por Milosevic en 1998-99 sí legitimaba un poco la declaración unilateral de independencia kosovar. La intangibilidad de las fronteras, por encima del respeto a los derechos humanos. ¿Les suena?
En algunas vallas publicitarias del estadio donde se desarrolló el partido hispano-kosovar lucía el eslogan "¡Somos España!". No hacía falta subrayarlo, porque resultaba evidente: solo España, entre los países occidentales desarrollados, es capaz de ponerse en ridículo, de exhibir sin vergüenza las propias inseguridades, por una causa tan nimia.
Joan B. Culla es historiador