El presidente Franklin Delano Roosevelt, universalmente conocido como FDR, fue, sin duda, un gobernante valiente. Es quien se dio cuenta de que durante los primeros cien días de gobierno todavía se mantiene una cierta independencia y despreocupación por los condicionantes que más tarde asedian al gobernante. Una cierta forma de euforia que hay que aprovechar para marcar territorio, para enviar mensajes clave a los actores que, después, tratarán de condicionar al gobierno.

Mucha gente confunde valentía con inconsciencia. Es un error. Es cierto que siempre hay quien no prevé las consecuencias negativas de sus actos. No sabe medir los riesgos. Esto hace que algunas veces se estrelle. Pero que en otros triunfe. Aun así, en general, llegado el momento, todo el mundo tiene miedo. Como digo, unos lo tienen antes, otros lo sufren cuando llega el momento de las consecuencias. Por eso es tan acertada la frase del mismo FDR: “El coraje no es la ausencia de miedo, sino la constatación de que hay cosas más importantes que el miedo”. Es decir, el miedo existe y todo el mundo llega a tener. Ahora bien, si un acto se tiene que llevar a cabo y se valora que es lo bastante importante, el miedo pasa a un segundo lugar. El hecho es trascendental, puesto que da una idea bastante precisa de la escalera de valores de cada cual. Personalmente, siempre he sentido un gran desprecio por la gente con permanente prevención o falta de coraje. El típico cobarde. Estoy convencido de que las grandes desgracias de la humanidad, los grandes abusos, vienen provocados por gente con esta característica. La famosa frase de Jordi Carbonell “Que la prudencia no nos haga traidores” es exactísima. Y si se ha vuelto universal es porque es de aplicación a cualquiera de los dominios de la existencia humana.

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Volviendo al presidente Roosevelt, justo es decir que fue un hombre excepcional. Excepcional de una manera desbordada. Cantando, bebiendo... montando alboroto. No paraba. Su secretaria temía la visita de Churchill, porque implicaba para FDR contar con un colega dispuesto a armar un gran jaleo hasta altas horas de la madrugada.

Muchos de nosotros nos quejamos de no disponer hoy en día de políticos de aquella talla. Yo diría que nos lo hemos buscado. Un exceso de celo, un abuso de lo políticamente correcto, una concepción exaltada de la pureza en las acciones públicas, comporta que muchos que se dedicarían a la política la dejen estar. Piensan, y es cierto, que la gente valorará mucho más sus acciones inconvenientes –mediáticamente negativas– que no sus aciertos. La incapacidad de hacer balance se ha impuesto. ¿Se apoyaría públicamente a un presidente que montara fiestas por la noche emborrachándose con sus amigos, cantando y haciendo bromas irrespetuosas en su residencia oficial? ¡Hoy en día se le reclamaría que pagara el whisky de su bolsillo! Hemos perdido la noción de que un gobernante lo es las veinticuatro horas del día, todos los días del año. Y esto incluye defectos, vicios y comportamientos irracionalmente humanos. Actualmente, un exceso en la difusión de información –no digamos de las malditas redes sociales– ha exacerbado el miedo a pifiarla. Una clara limitación para cometer errores. También una barrera para los aciertos.

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Por cuestiones profesionales he tenido contacto, últimamente, con varios cargos públicos de algunas instituciones de gobierno. Y he detectado una evidencia incuestionable: el miedo. Una prevención enorme a llevar a cabo determinados actos. El hecho no es injustificado. La degeneración política que gobierna España y una justicia sesgada, enloquecida, descontrolada de los propios principios han creado una atmósfera asfixiante en la política diaria. El miedo a ser procesado y a perderlo todo es el peor de los efectos prácticos que ha generado el Procés. No hablo solo de los políticos de primera línea –ahora mismo, el caso contra la mesa del Parlamento es escandaloso–, sino de gente que lleva a cabo su trabajo de gobierno y que tiene que tomar decisiones que siempre pueden ser interpretadas a su contra por una serie de fiscales y tribunales corrompidos. Hablo de alcaldes, de altos cargos, etc. Todo el mundo puede ser procesado por actos que en cualquier lugar de fuera de Catalunya son asumidos como correctos.

El hecho es que hoy tenemos unas instituciones paralizadas por el miedo. Quizás es lo que pretendían en España. Lo que querían los botiflers que han dado, que dan, apoyo a estos ataques en un país administrativamente bloqueado. También debido a una población excesivamente pusilánime, la catalana, que se habría quedado satisfecha de hacer el Desembarco de Normandía con balas de fogueo. Un país bloqueado por el miedo, al fin y al cabo. Y lo entiendo. Vale la pena revisitar Roosevelt. Y su famosa frase pronunciada el día de su toma de posesión (la Inauguration Day): “De lo único que tenemos que tener miedo es del miedo mismo”.