De Montilivi al Vaticano
He leído crónicas deportivas que hablan de las dificultades del Girona FC en "la lucha por la permanencia". Se refieren al riesgo de descenso a la Segunda División. Pero no puede negarse que el concepto, leído en abstracto, tiene una gran carga filosófica. Porque "la lucha por la permanencia" es una definición bastante exacta del concepto de vida. Esta lucha es la que lleva cada ser vivo. Pero es también la lucha de los colectivos, de las sociedades, de las ideas. Existir es algo importante. Brillar, sobresalir, aún más. Pero permanecer, ah, esto ya es muy grande. Y como a los seres humanos esto nos está vedado, porque polvo somos y en polvo nos convertiremos, las cosas que duran nos llevan a la fascinación, a una especie de pasión del anticuario.
Los creyentes lo tienen más fácil, porque la fe les trae la convicción de la vida eterna. La propia Iglesia es un ejemplo de permanencia: dos mil años de poder y de dirigismo espiritual. Por eso las intrigas vaticanas son tan seductoras. Por eso tanta gente está fascinada con la sucesión del Papa, las interioridades del cónclave, la fraseología en latín y los ritos ancestrales. La Iglesia ha pagado muy caro su inmovilismo –con toda justicia– pero los conservadores no se equivocan cuando dicen que el poder del Vaticano deriva también de su carácter inmutable. En la película Los dos papas (Fernando Meirelles, 2019), el cardenal Bergoglio expone su programa reformista al papa Ratzinger, y este le responde: "Si la Iglesia se casa con su época, se convertirá en viuda en la siguiente". Pero lo cierto es que los escándalos financieros y morales de la Iglesia llevaron a Ratzinger a retirarse en vida, por primera vez en 700 años. Y Bergoglio fue su sucesor.
El papa Francisco ha sido un reformista que lo ha logrado a medias, lo que demuestra que los pontífices siempre llegan al poder demasiado viejos como para emprender cambios de verdadera profundidad. Es verdad que ha hecho cierta limpieza, ha perseguido los escándalos de pederastia o los comportamientos sectarios (con la brillante colaboración del catalán Jordi Bertomeu), y ha intentado combatir el clericalismo y el poder de la curia, con viajes frecuentes a la periferia de la Iglesia mundial. Pero en asuntos nucleares como el celibato, el papel de la mujer o el respeto a la diversidad sexual, la Iglesia sigue anclada en un pasado remoto. Para decirlo como Ratzinger, la Iglesia ya es viuda de su época.
El nuevo titular de la silla de San Pedro también tendrá que afrontar, como el Girona, la "lucha por la permanencia". Porque es indudable que la autoridad eclesial ha disminuido en Occidente, mientras que no encuentra su sitio en las pujantes potencias orientales. El exitoso libro de Javier Cercas El loco de Dios en el fin del mundo explica la visita que Francisco hizo a la minoritaria comunidad católica de Mongolia. La emoción con la que Cercas explica la épica cotidiana de los misioneros y los voluntarios cristianos conmueve; pero lo que tiene valor, sobre todo, es que Francisco, ya cargado de años, atravesara medio mundo para apoyar a una comunidad pequeña y aislada. Cabe destacar que, en cambio, no ha visitado España, uno de los fortines del catolicismo europeo, lo que le ha ganado muchas antipatías en la Conferencia Episcopal, que ya acogió el nombramiento de Francisco con escepticismo por sus tics izquierdistas.
Sin menospreciar al Girona, al que deseo toda la suerte en lo que queda de Liga, es el cónclave de Roma lo que concita la atención mundial, porque incluso para los no creyentes es importante que el catolicismo se renueve, ponga fin a la plaga de los abusos, deje de regañar a los disidentes y apoye a los más necesitados en un mundo bajo amenaza. Un mundo en el que "la lucha por la permanencia" ya es universal.