Lo que no habremos comido
Hay mujeres que viven siempre a dieta. Todos los días, cada hora, a cada comida que se les presenta se someten a las estrictas normas del régimen perpetuo que se han impuesto. Las veréis y quizá creéis que son delgadas por naturaleza, que lo han sido siempre. Ellas mismas os dirán que no paran de comer, que tragan sin cesar. Mienten muy bien, las anoréxicas crónicas; tienen tan integrada la enfermedad que ya parece formar parte de ellas. Algunas de nuestras presentadoras de televisión, actrices y modelos nos aparecen en pantalla con evidencias de vivir en este estado permanente de privación, convirtiéndose, por el impacto visual de sus cuerpos desneridos, en un nefasto modelo para las que las vemos. Es cierto que ahora la influencia más perjudicial está en internet, un espacio donde las niñas no tardan en recibir contenidos sobre dietas y ejercicio. Pero como en todos los valores que nos marcan, los mensajes más importantes son los que nos llegan por parte de las personas con las que convivimos y que amamos, las que han sido referentes sólidos desde que nacimos. En el caso de las madres además somos el modelo más importante para nuestras hijas, el primer espejo para construir su feminidad (incluso si la tenemos en proceso de deconstrucción). Por eso debemos ser ya un par las generaciones de mujeres que hemos nacido en la cultura de los trastornos alimentarios. Y es posible que, si no somos conscientes de sufrirlos, acabemos educando a nuestras hijas, consciente o inconscientemente, en los principios de la disciplina corporal y la ansiedad vinculada a la alimentación.
La anorexia y la obesidad son los extremos, los trastornos que se ven a primera vista. Pero en medio existe todo un abanico de conductas que, patológicas o no, hacen que sean minoría las mujeres que comen en paz en el mundo occidental. La mayoría no hemos sido capaces de dominar los mecanismos del apetito (para suerte nuestra) como hacen las que pasan Los días sin hambre (la novela más bella que he leído sobre la anorexia, escrita por Delphine de Vigan), pero vamos pendulando del “el lunes empiezo dieta” a las ingestas que vivimos como actas de transgresión cargadas de culpa. La relación enfermiza con la báscula no es, ni mucho menos, un fenómeno minoritario. Nos pesamos para sujetarnos, para atarnos corto, no sea que nos desboquemos como caballos salvajes y nos lo comamos todo. No se conoce el caso de ninguna mujer que se lo haya acabado comiendo todo, pero el miedo siempre está ahí, y por eso evitamos las “bombas”. Utilizamos un lenguaje bélico que denota lucha y peligros, enemigos y estrategias para hablar de una mesa surtida y llena a rebosar. Estos días de celebraciones desplegaremos todo este arsenal de recursos para defendernos de las comilonas ricas y sabrosas. No podremos, como Josep Pla, escribir sobre El que hem menjat (por favor, que los Reyes nos traigan una nueva edición de este delicioso libro), sino sobre todo lo que no habremos probado, lo que nos habremos ahorrado de grasas y calorías y carbohidratos. Por eso, que no os extrañe ver a mujeres que se conforman con oler las salsas más untuosas, que diseccionan con precisión de cirujano la proteína más magra, que mastican lentamente y que cuando llegan al postre dicen que están muy llenas y cogen un trocito de nada de aquí o de allá. Las que nunca tenemos tanta fuerza de voluntad o nos la debilitan el vino o el cava comeremos a gusto, pero después tendremos que purgar los pecados haciendo penitencia, ya sea en el gimnasio en cuanto abra o saliendo a correr para quemar el supuesto y pecaminoso excedente.
Yo envidio a los hombres en los que no ha penetrado esta cultura de odio contra el cuerpo y el placer, los que disfrutan sin saber ni pensar ni recordar la composición de cada alimento y disfrutan de las buenas comidas con satisfacción y sin nada de nada, ni un poco, de culpa.