No está todo perdido
1. Una pareja desayuna cada día en la misma cafetería. Cogen el diario que hay en el mostrador y se sientan normalmente en la misma mesa. En nuestro local todavía tiene el hábito de comprar diarios para la clientela. En el bar tienen, lisa y llanamente, un variado de cabeceras para satisfacer todas las ideologías. La pareja –cabellos blancos, ropa buena, colonia cara– ronda los ochenta, y calculo que hace más de cincuenta años que se casaron. Llevo muchos meses observando y el ritual, precisamente por la insistencia, pone la piel de gallina. Se sientan de lado, codo con codo, y justo en medio colocan el diario, estratégicamente, de una forma casi milimetrada, de la forma que ponen mesa en el Palacio de Buckingham. Lo bonito de todo es que leen juntos el diario y lo van comentando, noticia tras noticia. A veces él estira el hilo, a veces es ella quien quiere profundizar en un determinado hecho. En cualquier momento, un titular les estimula una pregunta y entonces se adentran un rato en los setos de ese tema. Nunca tienen prisa. Cuando no gira página uno, la gira la otra, y de vez en cuando mordida al croissant, cada uno al suyo. No discuten, no se indignan, no se asoman. Hablan con un hilo de voz, sin molestar a nadie. Tampoco existe en el planeta nadie más que ellos dos, en ese momento. Les pasa el mundo por delante, se informan a la vez, comparten el momento sagrado del día y, cuando llegan a la contraportada, último trago del café con leche, buenos días tenga y hasta el día siguiente. Me gusta ver cómo pasan los ojos por encima de guerras, de genocidios, de miserias políticas, de opas hostiles, de penaltis a favor del Madrid y de corrupciones de todo tipo, y lo asimilan todo con una tranquilidad de espíritu y una ternura compartida que dan cierta envidia. Por el amor, por la compañía y, desengañémonos, por ver que el periodismo todavía tiene horas importantes en una civilización ajetreada, por las prisas, por las chorradas y por los impactos inmediatos. Viéndolos, creo que no está todo perdido. Y ya tengo ganas de que sea el martes para volver a contemplarlos.
2. Cuando era pequeño e iba en coche, tenía la costumbre de contar los cementerios que veía. Tenía a la familia un poco cocida con mi inventario macabro, cada vez que salíamos al extranjero. A partir del momento en que eres tú quien está al volante, tienes que concentrarte en otras cosas. Pero este tic de contar cosas, que quizás se haya convertido en un TOC no diagnosticado, me ha quedado. Ahora, por la autopista, cuento las furgonetas negras con el logotipo de la sonrisa, que llevan mercancías pequeñas desde un almacén hasta la puerta de casa en menos de cuarenta y ocho horas. En la comunidad donde vivimos, no hay día que no tenga que abrir la puerta a un repartidor que va a casa de alguien que en ese momento no está. El alud de paquetes que reciben nuestros vecinos, al cabo del año, es prácticamente incontable. La compra digital crece, exponencialmente, mientras los locales de los centros de las localidades van cerrando, por jubilación o desesperación. En las capitales de comarca, en calles que habían tenido mucha vida, se traspasan negocios que nunca más arrendará nadie. Y si el comercio local las pasa flacas y baja la persiana, las calles quedan desiertas y las poblaciones pierden vida. Los grandes centros comerciales fueron un desatino para los tenderos de toda la vida. La compra online –masiva y cómoda– es la segunda estocada para los comerciantes que te hablan y te miran los ojos. Sin embargo, en los últimos días he conocido ya a tres familias que han tomado la decisión de no comprar nada por internet y dedicar su tiempo a volver al mercado, a la librería de barrio ya la zapatería de proximidad. No está todo perdido. Pero estamos en la generación decisiva para hacer frente o para rendirnos a la deshumanización absoluta.