Orriols crece en la Catalunya "normalizada"

Una reciente encuesta ha encendido las alarmas por el fulgurante ascenso de Aliança Catalana (de 2 a 19 diputados), obtenidos sobre todo a costa de Junts. Hay quien puede alegrarse de ello por conveniencia táctica o por el placer de ver a los de Junts en problemas, pero si es así, es un error. El ascenso de AC no es solo un problema para el partido de Puigdemont, es un problema de país, y más específicamente del catalanismo. Tampoco hace falta que nos flagelemos más de la cuenta, ya que se trata de un fenómeno global y era difícil que Catalunyaz se escapara. Quizás ahora algunos se den cuenta del mérito que tuvo el independentismo, durante el Procés, construyendo un movimiento de masas tan alejado de las pulsiones identitarias y filofascistas que se han ido poniendo de moda en toda Europa.

Los errores flagrantes de Junts y ERC tras el 1 de Octubre explican, en parte, el surgimiento de este nuevo independentismo. Pero el hecho de que el Procés, pese a su carácter pacífico y democrático, fuera reprimido a base de porrazos, prisión y guerra sucia también ha hecho que mucha gente pierda la fe en la fuerza del voto y de la gradualidad. Además, el retroceso de la lengua catalana, en paralelo al desbordamiento migratorio, ha activado el miedo a la disolución de la identidad colectiva. Si esto ocurre en estados sólidos y con culturas poderosas como España o Francia, es inevitable que ocurra también en un país como el nuestro, privado de las herramientas para mantener la cohesión social y cultural. Y todo esto ha servido de coartada para un poso de xenofobia que ya se estaba congriando mucho antes, y que el Procés –insisto– había logrado mantener a raya.

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Si las predicciones de la encuesta son acertadas, el independentismo puede perder toda capacidad operativa porque los planteamientos de AC hacen imposible acuerdos estratégicos con el catalanismo democrático. Si el independentismo volviera al poder gracias a la extrema derecha estaría vendiendo su alma al diablo, y renunciando a los principios de más de un siglo de tradición. En España no son tan quisquillosos, ya que el PP gobierna con la ultraderecha donde sea necesario, e incluso Podemos ha preferido votar con Vox antes de acceder al traspaso de las competencias de inmigración a la Generalitat, lo que nos recuerda que el sentido democrático de los españoles nunca supera determinadas barreras mentales. Peor para ellos.

Es normal que ahora las miradas se fijen en Junts, que es el partido que más tiene que perder. Los de Puigdemont quieren volver a liderar el centroderecha, lo que los lleva a hacer determinados equilibrios y a tratar temas espinosos, como son la emigración y el modelo de crecimiento. Para el catalanismo, y para el conjunto del país, sería bueno que Junts pudiera hacer lo que le toca sin tener que oír cada día que les está haciendo el juego a los ultras. Contra lo que puedan pensar algunos dirigentes de izquierdas, el equilibrio político del país requiere una derecha democrática y catalanista en buen estado de salud. Si no, ya vemos cuál es la alternativa.

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Si la extrema derecha (AC y Vox) se sitúa por encima de los 30 diputados en el Parlament, y si además el PP y Vox gobiernan en Madrid, la situación en Catalunya puede convertirse en explosiva, y antes de afrontar el choque inevitable, sería deseable que el diseño del futuro del país surgiera de un acuerdo entre las formaciones centrales de la vida parlamentaria: PSC, Junts, ERC y –idealmente– Comuns y la CUP. Para que esto ocurra, los socialistas deben entender que no pueden gobernar en solitario, y sobre todo –y eso es lo más complicado– deben asumir que el marco estatutario y constitucional hace ya demasiados años que es un corsé que no representa la voluntad de la mayoría, sino una falsa normalidad, tan frágil como un castillo de naipes. Si no asumimos esto, el populismo fácil tendrá una autopista delante y las lamentaciones se convertirán en una exhibición de cinismo.