¿Un oso o Dominique Pélicot?
A la pregunta de qué preferiría encontrarme si estuviera sola en mitad del bosque: un oso o un hombre, respondí al instante que un hombre. Mi interlocutora me hizo saber que era la única. La pregunta –una suerte de paradoja moral en versión gore autoinducido–, se hizo viral este verano y no faltó quien se echara las manos a la cabeza por la cantidad apabullante de mujeres que, en las circunstancias descritas, escogieron al oso antes que al hombre.
Hay un poso de provocación en la respuesta, pero sobre todo hay esclarecimiento: ese oso muestra hasta qué punto el miedo y la desconfianza calan en nuestra conciencia, la de las mujeres, azuzada por la experiencia propia y por un cómputo interminable de feminicidios, agresiones y violencia sexual –por poner un par de datos, 35 feminicidios en España en lo que va de 2024;45.899 denuncias por violencia de género solo en el primer trimestre del año–. Digo miedo y desconfianza, pero tal vez debería hablar de buen juicio y lucidez y supervivencia.
Nuestra imaginación y nuestra percepción de la realidad están condicionadas por ese hombre que puede aparecer de repente. Su identidad no importa, es una sombra que adopta el rostro de nuestros miedos. Podría tratarse de un tipo estupendo e inofensivo, o de un tipo detestable, peligroso. Hasta podría ser uno de esos tipos geniales, como se refería Gisèle Pélicot a su exmarido, Dominique Pélicot, antes de saber que durante 10 años (de los 50 que pasaron casados) él la drogaba hasta dejarla inconsciente, la violaba, la ofrecía a decenas de hombres en un chat llamado Sin su conocimiento para que la violaran también, tomaba fotos de las agresiones y las acumulaba en su ordenador.
Gisèle Pélicot ha decidido que el juicio contra su exmarido se celebre de forma pública. Comparece serena, mirando de frente y examinando los rostros de Dominique y de los otros 50 acusados. “Me he mantenido firme por este juicio”, ha explicado, “Para mí el daño ya está hecho”. Pero cree que contar su historia, desde un estrado, con tiempo, legitimidad, con libertad para explayarse, puede ayudar a otras mujeres. Tomar el papel de narradora no es solo cuestión de justicia, también es una forma de emanciparse, de librarse del corsé de la victimización.
Convertirse en víctima implica quedar fuera de una conversación que transcurre, precisamente, a costa de una misma. Una agresión sexual no es solo un atentado contra la integridad física de una persona, también es un ejercicio de anulación de la voluntad y la comprensión de esta. La víctima no controla lo que le ocurre, lo que le hacen, tampoco entiende el porqué, ni sabe cuándo terminará. La violencia sexual urde un lenguaje particular, el que hablan los agresores usando el cuerpo de la víctima como medio de escritura. En este intercambio, a la víctima no se le habla; ella no participa, no responde.
Convertirse en autora, en narradora de una historia, significa recuperar la voz y la conciencia. Decidir qué significa qué, cómo se interpretan los hechos, quién debe hacerse responsable, cómo debe llevarse a cabo el proceso de reparación. Narrar sirve para exorcizar el dolor, pero también para darle un sentido. Por ‘sentido’ quiero decir: imaginar un después de; no quedar reducida al daño ni al sufrimiento, inventar un nuevo orden para las cosas.
Gisèle Pélicot debe de llevar a cuestas un duelo complejo, por la realidad perdida, por la felicidad que no era, por su propio cuerpo inerte a merced de otros, del cual no guarda recuerdo y solo puede imaginar a raíz de las fotografías que le enseñó la policía cuando registró los archivos de Dominique. Un desdoblamiento extraño, a la vez testigo y objeto de la agresión. Extraño, horroroso y, sin embargo, también necesario: en el desdoblamiento se encuentra la distancia para reconocerse a una misma como narradora, para hacer las paces con la doble condición de voz y de cuerpo, de autora y de víctima, y hablar desde ahí, con la potestad que confiere contar una historia después de haberla vivido en silencio.
Es imposible predecir las intenciones de otros: si el oso se sentirá atacado y te destripará de un manotazo; si el hombre resultará no ser estupendo ni inofensivo sino todo lo contrario. Quizá mi respuesta, prefiero un hombre, sea una negativa a anticipar la crueldad ajena. O quizá haya escogido la opción que, en el peor de los casos, me diera más opciones de salir del bosque con vida. No ilesa, no entera, pero viva para contarlo.