El país de Lamine

Desde que Vázquez Montalbán bautizó al Barça como "el ejército de un país desarmado", las analogías entre el club y Catalunya han sido una constante. Esto tiene cierta lógica porque a este país, durante buena parte del siglo XX, se le negó la existencia institucional y simbólica, y la catalanidad buscó refugio en santuarios alternativos como el Camp Nou. Pero siempre es un riesgo jugarse la dignidad nacional con algo tan voluble como el fútbol, y con un personal tan inclasificable como el que habita el vestuario y el palco del Barça.

La analogía se repite en el último prodigio que el Barça ha puesto en el escaparate mundial, ese adolescente talentoso y risueño, de nombre Lamine Yamal, que está deslumbrando a Europa. Lamine es una oportunidad de oro para el Barça, a nivel deportivo y de marketing. Pero también lo es para Catalunya. Porque Lamine, nacido en Esplugues, hijo de marroquí y guineana, puede convertirse en un ejemplo de lo que supone la catalanidad del siglo XXI, con sus ases y sus dificultades; y a la vez, por sus orígenes humildes, nos puede ayudar a recordar todo lo que queda por hacer en el terreno de la justicia social.

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Como nos gusta la porosidad y la capacidad de agregación del país, nos emociona ver a Lamine hablando en catalán con toda naturalidad. Sin embargo, sabemos que la demografía y los imperativos de mercado han hecho retroceder el catalán entre los jóvenes; en este sentido, Lamine representa más la potencialidad del catalán que su realidad. Del mismo modo, podemos sentirnos satisfechos cuando lo vemos abrazándose con compañeros catalanes o de otras procedencias, pero esto no conjura ni minimiza el riesgo latente del racismo y el crecimiento de la ultraderecha.

Por último, nos congratulamos de que el hijo de unos vecinos de Rocafonda, uno de los barrios más vulnerables de Mataró, conozca el éxito y la prosperidad económica. Pero sabemos que su caso es uno entre miles, y que muchos jóvenes catalanes no tienen acceso, por razones muy diversas, a lo que en cierto tiempo se conoció como el ascensor social.

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No se puede cargar sobre un chico de 17 años la responsabilidad de representar a toda una generación ni una perspectiva de futuro. El mercado convertirá a Lamine en un icono, pero la sociedad debe impedir que se convierta en el héroe individual que tapa las miserias colectivas, como le ocurre a Messi con Argentina. Más bien debe ser un recordatorio del trabajo que tenemos delante. De todos los Lamines que no cumplen el sueño. Tampoco podemos situar al jugador en medio de la pugna simbólica entre Catalunya y España. No es su papel.

Lo importante es que Catalunya sea un marco nacional que sepa encajar bien identidades compartidas como la de Lamine. En esto, el Estado nos lleva ventaja, gracias a que detiene en exclusiva su –y nuestra– presencia simbólica exterior. Fijémonos cómo España se ha blanqueado (perdón por el juego de palabras) presumiendo de la diversidad que aportan Lamine Yamal o Williams a su selección. Aplaudiendo los goles de sus delanteros racializados, muchos españoles –y muchos catalanes– se olvidan del racismo, de la distribución territorial de los mena, del nacionalismo agresivo de los gobiernos regionales de PP y Vox en Valencia y Baleares, y de la represión del independentismo catalán, todavía vigente.

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Viendo cómo ha ido la Eurocopa, espero que se entienda (y no me voy a cansar de insistir) que, mientras Catalunya no tenga un estado, tendrá pocas herramientas de afirmación tan eficaces como una presencia deportiva internacional. Solo mientras el PSOE dependa de los votos catalanes y vascos estará abierta la ventana para hacer avances en esa dirección. Y mientras esto no llegue, es trabajo del Barça (pero no solo suyo) luchar para que la catalanidad de Lamine aparezca en el exterior como lo que es: un hecho natural.