Dejar de ser un partido para convertirse en una idea
A pesar de tratarse de la líder de un partido político con importantes expectativas electorales, la presencia pública de Silvia Orriols –y, en general, de los dirigentes de Aliança Catalana– es modesta. El hecho contrasta con políticos de otros partidos que se pasan el día contando cosas en las redes y hacen todo lo posible por ser omnipresentes en los medios de comunicación. En el caso de Aliança Catalana, ¿se trata de un despiste o bien de una estrategia premeditada? Da la impresión de que, pese a ser arriesgada, la apuesta ya está dando sus frutos. Un partido político que aspira a consolidarse como fuerza hegemónica puede optar por dos estrategias: definir con claridad su programa o transformarse en una idea inconcreta destinada a ser interpretada por los electores según sus propias expectativas. Esta segunda vía, en apariencia paradójica, puede resultar eficaz en sociedades en las que la diversidad de intereses hace difícil gestionar un relato único y satisfactorio para todos. La indefinición se convierte entonces en un activo, porque no es una ausencia de contenido sino un espejo mágico en el que cada ciudadano ve reflejados sus problemas y aspiraciones. Marcada por la volatilidad y la inmediatez, la política actual tiende a premiar a aquellos actores capaces de generar emociones fuertes, más que ofrecer soluciones concretas y factibles, que, ingenuamente, ya se dan por hechas. La idea difusa, borrosa, funciona como un símbolo: no dice exactamente cómo se va a concretar, pero sugiere que puede llegar a ser el vehículo de cambio, o de seguridad, o de prosperidad, que cada uno desea a su manera. La ambigüedad permite que una misma consigna pueda ser leída de manera diferente por un empresario que busca estabilidad, por un joven que cobra un sueldo insuficiente o por alguien que simplemente está muy cabreado con cosas que ocurrieron en el año 2017. La fuerza del partido-idea radica entonces en su capacidad de no contradecir ninguna de estas interpretaciones, manteniéndose en un espacio.
La estrategia que comentamos tiene un fundamento psicológico: los individuos tendemos a llenar los vacíos con nuestras propias expectativas. Cuando un mensaje es inconcreto, pero al mismo tiempo se presenta como un decálogo desgarrador, cada uno lo adapta a sus experiencias ya sus deseos. El partido no vende uno programa, sino que ofrece un contenedor simbólico que cada uno llena como le apetece. El resultado puede traducirse en una adhesión emocional más fuerte, porque el elector percibe que ese partido que en realidad no dice nada le habla directamente a él, aunque en realidad sólo le haya ofrecido la musiquita de una canción sin letra. La inconcreción se convierte, pues, en una forma de –digamos– intimidad política: cada uno ve reflejadas sus propias convicciones, al oído. Existe también una ventaja estratégica: la indefinición permite sortear conflictos internos y externos. Cuando un partido tiene un programa demasiado claro y un líder que lo comunica de forma más o menos regular y clara puede excluir a sectores que no comparten marcialmente el ideario. En cambio, una huelga abstracción puede integrar sensibilidades diversas, e incluso contradictorias, bajo un mismo paraguas. En un entorno mediático saturado, la simplicidad de un mensaje inconcreto —un eslogan corto, o incluso un simple gesto— tiene mayor capacidad de penetrar que un programa detallado. La política se convierte de este modo en un curioso ejercicio de gestión de interpretaciones subjetivas.
La estrategia que comentamos comporta riesgos. La falta de definición puede generar frustración cuando llega el momento de gobernar, o colaborar con un gobierno, y los electores descubren que sus respectivas percepciones subjetivas de la idea borrosa resultan mutuamente incompatibles. Esto también puede ser gestionado, sin embargo: mientras dura la fase de movilización, la idea inconcreta es suficiente para ir acumulando poder. La inconcreción, en definitiva, no es exactamente un defecto en este preciso contexto, sino una etapa transitoria para intentar construir mayorías. ¿Es esto lo que está ocurriendo en el caso de Aliança Catalana? No pondría la mano en el fuego: de momento solo estamos hablando de prospecciones demoscópicas sin un horizonte electoral inmediato. En cualquier caso, hoy la política ya no es tanto el arte de gobernar como el arte de sugerir, de evocar, de permitir que cada uno visualice el futuro (y el pasado) a su manera. He aquí una impresionante paradoja: cuanto más inconcreto es el programa de un partido y más inaudible resulta la voz de sus dirigentes, más ilusoramente concreto y claro se convierte en la mente de cada uno...