Si nos tienen que tomar el pelo
Si Pedro Sánchez cumple su palabra, el estado de alarma que da cobertura a la restricción de algunos de los más básicos derechos de ciudadanía acabará de aquí a dos semanas. Las autonomías se han afanado a rasgarse los vestidos. Saben que sin este paraguas jurídico excepcional, las decisiones que quieran tomar para controlar la pandemia a partir de entonces quedarán al arbitrio de los tribunales superiores de justicia de cada comunidad. Serán estos los que decidirán si aquello a lo que se nos quiere obligar es proporcional y está correctamente justificado, siempre que alguien presente un recurso.
Mientras otros ejecutivos autonómicos exigen la ampliación del periodo de alarma o formaciones políticas como el PNV –aliado parlamentario del PSOE– se abren a apoyar las modificaciones legislativas que propone el PP para evitar este escenario; el gobierno catalán, por boca de su portavoz, Meritxell Budó, ha pedido la reforma de la ley de salud pública. Todos quieren lo mismo por caminos diferentes.
La petición catalana, si se atendiera, posibilitaría que nuestro gobierno pudiera, por iniciativa propia y sin que nadie pudiera oponerse, encerrarnos en casa a una hora determinada, levantar alambradas metafóricas para limitarnos la movilidad o hacer de nuestro domicilio una extensión del Procicat en la medida que es él quien nos manda cuándo, cuántos, cómo y con quiénes podemos sentarnos en la mesa.
Que la pandemia ha despertado la pulsión autoritaria de los gobiernos es un hecho incuestionable. Bienintencionada, sonriente y educada, pero pulsión autoritaria al fin y al cabo. El más optimista y también el más egoísta porque sólo se muestra cuando le conviene, Pedro Sánchez, no se escapa. Aprobando el estado de alarma por seis meses traicionó la excepcionalidad y la obligación de prorrogarlo cada quince días previo debate parlamentario en el Congreso. Autoritarismo blando, tendríamos que llamarlo.
El gobierno catalán todavía querría ir más allá. Pide convertirse en depositario de poderes absolutos que eviten que tenga que someter sus decisiones a ninguna aprobación ni control. Hasta este grado de desprecio por las libertades de los ciudadanos hemos llegado. Con todo, resulta mucho más frustrante todavía la carencia de debate público y respuesta ciudadana ante tanto atrevimiento.
Entiéndase bien una cosa. No se cuestiona la necesidad de medidas para hacer frente a la pandemia. Tampoco se pone en entredicho la necesidad de que Catalunya disponga de herramientas competenciales para poderlas aplicar. Pero no puede ser de ninguna de las maneras que decisiones que afectan a derechos fundamentales puedan quedar solo al arbitrio de un gobierno, sin al menos un Parlamento que tenga que debatirlas.
Que las medidas que se tengan que tomar finalizado el estado de alarma tengan que recibir el visto bueno del TSJC si alguien las recurre no es la mejor solución. Pero puesto que no hay control parlamentario posible, esto obligará al menos a justificar en detalle la necesidad y proporcionalidad de cada decisión. Sería mucho peor que acabáramos dotándonos de un marco legal que permitiera engañarnos con los derechos y libertades a capricho de quien manda y que para justificarlo solo fuera necesaria una torpe rueda de prensa.
Josep Martí Blanch es periodista