Perder el refugio
Ha pasado más de un mes desde el fatídico 6 de febrero, cuando un edificio de Badalona se derrumbó y tres personas murieron en el siniestro. Desde entonces, cada dos por tres nos llega la noticia de algún desalojo en los bloques de viviendas cercanas a lo que se hundió y ahora mismo ya hay más de cien familias badalonesas que se han visto forzadas a abandonar su casa .
Mientras todo esto ocurría en la ciudad donde vivo, el día 22 de febrero se produjo en Valencia un incendio pavoroso que provocó diez muertos y que dejó a unas ciento cuarenta familias en la calle. En este caso, las familias lo perdieron prácticamente todo: el piso en el que vivían, los muebles y objetos acumulados, los recuerdos y muchos animales domésticos.
Desde entonces que no paro de pensar en todas las noches que, teniendo a toda la familia en casa, la puerta cerrada con llave, hemos pensado que estábamos protegidos de todo, que ahí dentro, en nuestro refugio, no nos podía pasar nada mal. ¿Qué se debe sentir cuando el lugar que debería ser nuestro abrumador, donde deberíamos sentirnos a salvo del peligro, se derrumba o se quema y nos quedamos a la intemperie?
También me he visto obligada a pensar qué haría si me encontrara en la circunstancia de tener que elegir qué me llevo de casa, sin tiempo para poder reflexionar demasiado. ¿Los objetos de valor económico? ¿Los de valor sentimental? ¿Los cuadros? ¿El ordenador?
Pensar en ello me hizo recordar los meses posteriores a la muerte de una persona amada y el doloroso ritual que nos obliga a deshacernos de sus cosas. Como, en aquellos momentos, cualquier objeto, por anodino que sea –unas gafas, el carnet de identidad, un pañuelo del cuello– toma una dimensión trascendente.
Tengo una amiga que siempre dice que, si puede, antes de morir lo quemará todo. Demasiadas veces ha visto en las paradas de los encantos libros, fotos, incluso diarios personales, expuesto impúdicamente a precios irrisorios. También somos nuestros objetos y nuestra vida puede acabar esparcida por el suelo mezclada con trastos viejos, harapos y otros trastos.
Del mismo modo que las casas donde hemos vivido son mucho más que cuatro paredes y un techo, los objetos que hemos ido acumulando –seguramente en demasiada cantidad– dicen mucho de nosotros mismos.
En casos dramáticos como los de Badalona y Valencia, la vida siempre es el bien más preciado, pero nuestra vida también está hecha de libros y de cuadros, de vajillas y de colchas, de instrumentos de música o de fotografías antiguas .
Todos deberíamos poder pensar en todo esto antes de marcharse (antes de abandonar este mundo apresuradamente) como los badaloneses o los valencianos que se han quedado en la calle. Deberíamos poder decidir qué queremos destruir o qué queremos regalar a esa persona oa esa otra. Qué quisiéramos que nuestros descendientes conserven para recordarnos.
Hay mucha gente que piensa que no deberíamos acumular objetos materiales. Pero, bien mirado, aunque nos emocionemos cuando en el propio Badalona, a punto de hacer los cimientos de un edificio nuevo, encontramos un ánfora de la Bétulo romana. ¿De quién era? ¿Con qué le llenaban? ¿Dónde había viajado? Los objetos hablan de vida, y por eso son vida también.