Cada diciembre la conversación se repite en tertulias y sobremesas: ¿hay que gastar dinero en luces de Navidad o es un gasto innecesario? Las cifras van y vienen –coste económico, retorno comercial, consumo energético– y, casi siempre, el debate se cierra aquí. Pero esta forma de pensar dice mucho más de cómo miramos la vida que de las luces en sí mismos. Tiene carencias invisibles pero significativas. Reducir una actuación pública a un balance de costes y beneficios es una forma cómoda, pero pobre, de entender qué mueve realmente a las personas.
Los defensores del alumbrado navideño apelan principalmente a argumentos económicos. La luz anima el espacio público y reactiva a los centros urbanos. Búsquedas como las de Tim Edensor y Steve Millington (2009) muestran que la iluminación festiva puede llegar a generar mayor actividad nocturna que diurna. Un espacio bien iluminado genera un ambiente estimulante que predispone a pasear, entrar en las tiendas y alargar la estancia en la calle. A este consumo se le añade la atracción turística, un incentivo clave para muchas ciudades. Así, la iluminación navideña se convierte en una inversión económica de primer orden, con efectos en cascada sobre el pequeño y el gran comercio, hostelería, restauración y todo el ecosistema turístico.
Inevitablemente, sin embargo, emergen las objeciones. También formuladas en términos económicos, pero desde la lógica del ahorro y la ética redistributiva: destinar recursos a las luces de Navidad cuando persisten niveles altos de pobreza, infrasalarios, precariedad y vulnerabilidad social, incluso en las mismas ciudades donde se encienden las luces, resta legitimidad. Por otro lado, ignorar el compromiso de la Agenda 2030 en un contexto de calentamiento global que exige reducir el impacto ambiental de las ciudades no parece el más adecuado. La cuestión es si de verdad es necesaria esta competencia entre ciudades que hemos observado en los últimos años para ver quién ilumina más y mejor.
Ambos planteamientos, aparentemente antagónicos, comparten una misma renuncia: dejan fuera del análisis la complejidad de las necesidades humanas. Parten del modelo delhomo economicus, una construcción ideal del pensamiento neoclásico de finales del siglo XIX que concibe a las personas –básicamente hombres, dado que las mujeres no eran consideradas sujetas de pleno derecho en aquella época– como agentes racionales, con información casi completa, orientados a maximizar su utilidad individual.
Sin embargo, cuando hace pocos días el Ayuntamiento de Barcelona anunciaron el encendido de las luces de Navidad y 50.000 personas se desplazaron de sus barrios al centro para verlas, hasta provocar un colapso urbano de muchas horas, la motivación no fue ni racional ni económica. Nadie va, primordialmente, a comprar. Va a buscar una ilusión compartida, una experiencia de belleza colectiva.
El 'homo economicus ignora la dimensión emocional de la conducta humana; de hecho, considera las emociones una interferencia. La ilusión, el miedo, la culpa, la empatía o el orgullo –centrales en la toma de decisiones y en la conducta prosocial– son tratados como simple ruido. También quedan fuera del modelo motivaciones sociales fundamentales: el altruismo, la reciprocidad, el sentido de justicia, la pertenencia, los valores o procesos identitarios. Todo lo que no produce un beneficio medible resulta invisible.
En tiempos oscuros como los actuales –y no sólo por una cuestión estacional–, cuando el telediario se ha convertido en una sucesión de motivos de angustia, las luces de Navidad funcionan para muchas personas como un refugio simbólico: un espacio de confort, seguridad emocional y bienestar, breve pero tangible. Un tiempo para compartir con la familia, con los niños, con las amigas y los amigos. Un paréntesis de convivencia y esperanza.
Una de mis abuelas nació en una masía sin luz ni agua corriente. Siempre evocaba con emoción la noche de Reyes, en la que los padres iluminaban la casa con velas y ella recibía una pequeña cesta de mimbre llena de dulces caseros. Cuando lo recordaba, la mirada era la de esa niña, intacta a pesar del paso de un siglo. La emoción no había envejecido. Por eso, la imprescindible defensa de unas condiciones de vida dignas y de un crecimiento sostenible no puede desatender las necesidades emocionales de las personas. Prescindir de ellos nos aboca no sólo a la pobreza material sino también a la desesperanza colectiva. La salud –física y psíquica– exige esa doble mirada.