La política de la humillación y el miedo

Cuando humillas al enemigo acabas pagando un precio político. Con una mezcla de alegría, audacia e ingenuidad, el independentismo humilló al Estado español con el 1-O y este, ofendido, respondió brutalmente con espíritu de revancha. Se volvieron las tornas. Desde entonces el Estado ha humillado al independentismo con una ofensiva total: el 155, la causa general, un juicio chapucero a los líderes y ahora se ha añadido lo que sospechábamos, un espionaje masivo. La mesa de diálogo tenía que ser la manera de disipar las respectivas humillaciones, pero nadie se la apropiado. De hecho, en la práctica, más allá del pistoletazo de salida entre un Torra que no se la creía y un Sánchez que fingía, ni siquiera ha empezado, el diálogo. Por lo tanto, no podemos saber qué podría dar de sí a pesar de que resulta obvia la dificultad extrema teniendo en cuenta las posiciones de partida tan distantes, las simulaciones hipócritas y las humillaciones.

Hace unos días, el artista Antoni Llena me recordaba la lección que le dio de joven el capuchino Jordi Llimona: “El único pecado mortal es el miedo”. Uno y otro fueron testigos de la Capuchinada. Llena después sería valiente en su vida personal y profesional. Eran los años finales del franquismo, un régimen criminal y caduco pero todavía letal. La oposición democrática demostró valentía y astucia. El miedo acabó trasladándose a los jerarcas de la dictadura, que temieron verse tragados por la oleada popular democrática. Al final, el equilibrio inestable de fuerzas evitó humillaciones y condujo al pacto de la Transición, tan imperfecto (con el tiempo le hemos visto las miserias) como posible. Catalunya recuperó el autogobierno, España pasó página de la dictadura. Algunas tendencias de fondo siguieron y han rebrotado. Tenemos a Vox.

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La historia continúa. En el presente, la dinámica es otra, pero me da la impresión de que paradójicamente hay más miedo ahora que entonces. Y no es que reclame la valentía apasionada del pit i collons, sino una madura, la capacidad de pensar y actuar con libertad para decirnos las verdades, para dialogar sin tabúes, aceptando el punto de vista ajeno. A pesar de las evidentes deficiencias del estado de derecho español, a pesar de la continuidad ideológica de un españolismo rancio, no vivimos en una dictadura. Vivimos en una democracia. Y nuestros miedos nos empequeñecen.

El táctico Pedro Sánchez, que en otras coyunturas ha demostrado capacidad de romper barreras (se impuso a los barones del PSOE contra todo pronóstico) y que acabó pactando con Podemos para desesperación del establishment, en la cuestión catalana solo se ha atrevido con los indultos. Ni diálogo real ni aún menos negociación. Incapaz de afrontar de frente la vergüenza del Catalangate, los recovecos y silencios de los últimos días prueban el miedo tan interiorizado del españolismo -sanchismo incluido- ante el independentismo. Una cosa es que Sánchez dependa parlamentariamente y otra que tenga voluntad de aceptarlo como la realidad catalana persistente y mayoritaria.

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El independentismo también tiene miedo, no tanto de España como de Catalunya misma. Miedo de mirarse al espejo y no reconocerse. Miedo de decirse a sí mismo algunas verdades incómodas, de expulsar su alma intolerante y la pulsión cainita. Miedo, en definitiva, de dialogar consigo mismo, paso previo indispensable para buscar salidas plausibles.

Como ni los unos ni los otros nos atrevemos a hablar claro, no hay camino transitable a la vista. Solo gestión de supervivencia, gestualidad de corto vuelo, maniobras orquestales en la oscuridad, por no decir retórica escolástica política. Después nos quejamos de que la gente desconecte o, peor, de que conecte con los extremismos, con lo que llama más, lo que apela a la magia populista, lo que se aprovecha de la desorientación y la decepción generales, lo que pincha en las humillaciones. La polarización también es hija de nuestros miedos.