Contra la política de la nostalgia
La nostalgia es un sentimiento profundamente humano, y universal. Prácticamente todos y todas tenemos nostalgia en algún momento de nuestra vida. Es inevitable: a medida que pasa el tiempo, nosotros cambiamos. Y también cambian las personas que nos rodean y los sitios que habitamos. A veces son cambios lentos y solo se hacen evidentes cuando un día miras atrás y te sorprendes añorando un mundo que ya no existe. A veces mirar atrás puede ser reconfortante. Otras veces duele más. Sobre todo cuando los cambios son repentinos y tu mundo se derrumba de repente.
En todo caso, siempre hay que estar alerta, porque la nostalgia suele construirse sobre una ficción. Lo que añoramos no es el pasado realmente vivido, sino el recuerdo que tenemos de ello. Y la memoria es selectiva. Recordamos algunas cosas y olvidamos otras. Y a veces queremos creer que añoramos un lugar, una persona o un momento, cuando lo que en realidad echamos de menos es ser niños o jóvenes.
Pero la nostalgia no es solo una emoción íntima. También tiene un uso político más peligroso. Y cada vez está más presente. Hace tiempo que todo tipo de líderes políticos y figuras de la cultura de casi todo el espectro ideológico parecen haberse puesto de acuerdo en cultivar imaginarios de la nostalgia. Hemos pasado de una década en la que nuestra conversación colectiva trataba sobre el futuro a un período dominado por la mirada hacia el pasado. La gramática política del cambio y la emancipación ha dejado paso a la del lamento y la pérdida.
Nos invitan a tener nostalgia de un país, de una ciudad, de un barrio o de una escuela que ya no existen. De un pasado que "recordamos" familiar, confortable, aseado y previsible. Un mundo en el que la sociedad era más homogénea, las jerarquías más claras y las trayectorias vitales más previsibles. Nos hacen añorar un mundo en el que, dicen, todo el mundo te entendía cuando pedías un café con leche en catalán. Conocías al vecindario, porque era el mismo de toda la vida. En los comercios de toda la vida todo el mundo te conocía, y si no llevabas dinero, pues ya me lo pagarás mañana. Podías comprar un piso en el barrio en el que habías crecido. En la escuela, los maestros hablaban y los alumnos escuchaban. Si hacías lo que tocaba, tenías a tu alcance una buena vida.
Muchas de estas cosas no son verdad, pero da igual. Lo que nos hacen añorar es solo una parte de la historia. Quizás podías comprar un piso con pocos años de sueldo, pero no podías divorciarte ni hacer vacaciones. La ciudad no estaba tomada por el turismo, pero la heroína hacía estragos y los atracos eran muy frecuentes. No te sentías extraño en tu barrio, pero difícilmente podías escapar de él. En la calle se hablaba catalán, pero la mayoría no había podido aprender a escribirlo. Los partos eran "naturales" y no "medicalizados", pero morían muchas más madres y bebés. Los obreros eran orgullosos y estaban cohesionados, pero vivían atrapados en trabajos alienantes, turnos infernales y enfermedades y accidentes laborales. Y las mujeres, en casa o en el subempleo. Los alumnos callaban y hacían buena letra, pero la mayoría no entendían nada de lo que recitaban de memoria y abandonaban la escuela a los catorce años. En los pueblos todo el mundo se ayudaba, pero la opresión y el control social ahogaban a quien no encajaba, ya fueran gays y lesbianas, mujeres liberadas o simplemente gente con sensibilidad disidente.
No puede haber política de la nostalgia sin el olvido. Y como la memoria es un ejercicio de poder, lo que se olvida suele ser la historia de los vencidos, subalternos y marginados. Y por eso la política de la nostalgia siempre es profundamente reaccionaria. De hecho, como explica el historiador de las ideas Mark Lilla en La mente naufragada, la nostalgia es precisamente el rasgo característico del pensamiento y la acción política reaccionaria de la modernidad.
La nostalgia política parece inofensiva, pero es muy peligrosa. El riesgo de anhelar el regreso a un pasado que nunca existió es que nos acabe llevando a otro sitio, que no es el que creíamos recordar. El mundo de ayer no volverá. Si acaso, podríamos volver a un sitio diferente. Y peor, que es donde llevan siempre las contrarrevoluciones.
Últimamente hemos podido ver un gran ejemplo de esto: algunas influencers del movimiento tradwife (como Lauren Southern) –que idealizaban la vida de la mujer en casa, que cría a muchos hijos, hace pasteles y borda almohadas– han acabado sometidas en relaciones abusivas, de dominación y maltrato. En extremo, la nostalgia lleva a la distopía. Lo ilustra de forma magistral la ficción de Margaret Atwood El cuento de la criada. O, en la vida real, el trágico y brutal experimento del califato del Estado Islámico. Pero no hace falta ir tan lejos. Aquí se esparce ahora la añoranza estéril de una sociedad homogénea. Pero ese mundo no volverá, y todo intento de volver a él nos abocaría a una pesadilla violenta y autoritaria como la que ya se vislumbra en la América de Trump.
No debería sorprendernos que los grandes promotores de la política de la nostalgia sean movimientos reaccionarios, como la derecha radical europea o el islamismo político. Es más inquietante que desde algunos sectores de izquierdas también se caiga en la trampa de la política de nostalgia. Cultivar el sentimiento de pérdida y la mirada al pasado siempre acaba por engrosar las fuerzas de la reacción. Entre otras cosas, porque todo el espacio y todo el tiempo que dedicamos a añorar en vano el pasado no podemos invertirlo en imaginar y construir un futuro diferente. En el caso del soberanismo catalán, la tensión es evidente: en el momento en el que la derrota de 2017 y la represión hicieron difícil imaginar un futuro diferente y rompieron el hechizo, empezó a imponerse la mirada hacia atrás.
Hay que cuestionar, y resistir, esta ola de nostalgia política. Pero la alternativa no puede ser el fatalismo o aceptación acrítica del presente y de cualquier futuro que nos planteen, ni el desprecio a las propias raíces, ni tampoco una ingenua confianza en un progreso lineal. El progreso colectivo solo puede venir de la crítica profunda al presente y la esperanza compartida en la posibilidad de un futuro distinto.