Los resultados de las elecciones catalanas también son un brusco recordatorio de la conveniencia de conocer a tu enemigo, y de valorarlo como se merece. El Proceso y el post-Proceso han ido llenos de impartidores de lecciones que han tendido a minimizar la importancia de la derecha ultranacionalista española, la que representan ahora el PP y Vox (antes lo hizo también Ciutadans, un partido que ha sido truculento y desagradable incluso a la hora de desaparecer). Figuraba que PP y Vox no eran sino el espantajo para justificar el autonomismo y renunciar cobardemente a no se sabía cuántas épicas jornadas de cielos rojos en defensa de la independencia.

A día de hoy, resulta que el espantajo está tan presente en los Países Catalanes como que el PP y Vox gobiernan juntos en la Comunidad Valenciana y en las Islas Baleares y en el Parlament de Catalunya suman veintiséis diputados y se acercan al 20 % de representación. No está mal por ser sólo una excusa, o una maniobra de distracción. Las diferencias entre el PP y Vox no son tan ideológicas como de estatus: el PP sigue siendo el partido más importante del sistema político español, y ni sus trifulcas internas ni su descompasada trayectoria delictiva han trastornado ese rol. A ojos del poder, el PP no sólo representa la centralidad, sino que es la medida: los otros partidos están más o menos cerca del centro según se sitúen respecto del PP (y ésta es la causa de la permanente, triste y nunca exitosa voluntad del PSOE de llegar a ser un partido plenamente sistémico). Esto también vale para los partidos catalanes, que en último término también son medidos por el patrón de centralidad que marca el PP (por ejemplo, como Jordi Pujol era capaz de entenderse, estaba más cerca de la centralidad). Todo esto obviamente no vale para Vox. Ahora bien: a su vez, Vox no deja de ser un fruto servido en crudo (pero regado con grandes cantidades de dinero) de la raíz franquista sobre la que se construyó el PP. Lo que une al PP y Vox, además de la estima por el dinero de los contribuyentes, es su ultranacionalismo de tradición nacionalcatólica: eso lo comparten plenamente y hace que se entiendan enseguida. Y como ultranacionalistas, tienen claro que su prioridad es acabar con la lengua y la cultura catalana.

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Los mismos que decían que no había que empeñarse con el PP y Vox, porque nos distraían del objetivo, dicen ahora que hay que concentrarse en el peligro del PP y Vox y no hacer aspavientos por la entrada de Aliança Catalana en el Parlamento. Bien, el ultranacionalismo siempre es ultranacionalismo, y llegado el caso, AC se puede entender con Vox y el PP más fácilmente de lo que algunos imaginan: desde la demagogia xenófoba hasta su variado surtido de guerras culturales (contra el feminismo, contra el mundo LGTBI, contra la memoria histórica, contra el cambio climático, etc.) hay mucho campo por correr dentro de los pastos de la ultraderecha, de límites, por otra parte, bastante imprecisos. La autocrítica es imprescindible, pero vigila un poco que tu autocrítica no dé a la ultraderecha parte del trabajo realizado.