El Proceso ha muerto. Viva la independencia
Las elecciones del domingo nada han resuelto, y lo han complicado todo. Ya se veía a venir. El descalabro de la unidad independentista después de 2017, si es que nunca había existido de verdad, ya se manifestó rotundamente en las elecciones de 2021. Una pérdida de 700.000 votos. Y como en tres años no se ha hecho otra cosa que hurgar en la división, tanto en el plano político como en el civil –y por parte de todos–, es lógico que no se haya recuperado ninguno de los cientos de miles de desengañados por la gestión del Primero de Octubre.
Es cierto que el soberanismo más consecuente se repite a sí mismo que los independentistas están ahí, que nadie ha desertado por mucho que estén enfadados y decepcionados, y que quedan a la espera de tiempos mejores. Sin embargo, yo ya no estoy tan seguro de que todavía estén todos. Los análisis que se harán de los resultados del domingo quizás nos digan algo más preciso y cierto. Pero creo que también hay deserciones, pocas o muchas. No olvidemos que incluso en los momentos de mayor voluntad independentista, la proporción de los que además de quererla la veían posible siempre había sido baja. Y ahora, cuando incluso una parte del independentismo político ha aplazado sus expectativas a una o dos generaciones vista, es lógico que uno se decante por votar soluciones para el mientras tanto. Hay quien pensará que cuando la independencia vuelva a estar en el horizonte ya hablaremos de ello.
Pero tampoco todo es sólo una cuestión de deserciones individuales. En siete años, de 2017 a 2024, el país ha ido cambiando muy rápidamente en demografía, en preocupaciones y aspiraciones, en esperanzas de emancipación pero también en procesos de desvinculación nacional. Las formas de concebir y vivir la política –con desconfianza, con suspicacias antipartido y sobre todo con prejuicios antipolíticos– también han llevado a establecer grandes distancias entre los discursos políticos convencionales y la actual conversación pública. Desde las dicotomías cada vez más confusas entre derecha e izquierda que ya no dicen nada, a quienes ya no les incomoda que los sitúen en la extrema derecha, que les traten de racistas o que les digan que viven atrapados en una cultura patriarcal . Ni siquiera entre los más jóvenes, como hemos visto en algunas de las últimas encuestas. La ideología woke, la corrección política o la cultura de la cancelación, a la mayoría de la población les suenan forasteras –¡lo son!– y sobre todo impostadas y coercitivas: alejan de los principios que defienden más que seducen.
Así, habría que saber si en este nuevo contexto lo del derecho a decidir que removió la antigua confortabilidad autonómica todavía tiene tanta fuerza movilizadora. Recordemos que una de las primeras grandes manifestaciones rupturistas, en 2007 en Barcelona, se produjo después de una serie de graves averías eléctricas y de Renfe. Ahora el colapso de toda la red de Cercanías no parece haber tenido ningún impacto a la hora de restar votos al PSC, que es el partido más directamente responsable de la desidia a la hora de invertir en ellos. Y no estoy seguro de que la denuncia clara de expolio fiscal que últimamente ha hecho el gobierno de Pere Aragonès le haya aportado ningún voto. Por no decir el hecho de haber conseguido la ley de amnistía: ¡tres escasos diputados de más a Junts! Otros tiempos, otras perspectivas, otras sensibilidades… y otras insensibilidades.
Todo esto, claro, son intuiciones que sólo tomarían su valor si pudiéramos documentarlas. Pero los resultados del domingo cuentan y hablan. ERC se hunde, y si Junts no lo ha hecho es por la fuerza del presidente en el exilio, Carles Puigdemont. Pero sin Puigdemont, Junts habría acompañado a ERC en el derrumbe. Y la victoria de Salvador Illa ha sido más por falta de un adversario convincente, por haber recibido votos de unos rivales en derrota y por el chantaje emocional realizado por la metrópoli en la colonia, que por méritos propios. Por otra parte, una victoria pírrica, la socialista, que tal y como están las cosas puede no ahorrarle unas nuevas elecciones.
No digo que el independentismo haya terminado. Ni siquiera que deba repensarse como horizonte. Lo que no es necesario es revisar los objetivos sino reflexionar críticamente sobre las estrategias, el relato y la acción, la organización, los liderazgos. Y es necesario que las formas de confrontación reales y simbólicas estén a la altura de los tiempos actuales. Hay que darse cuenta de que desde que todo empezó a principios de siglo XXI con las viejas provocaciones aznarianas y guerristas o el fracaso del Estatut de 2006 ha llovido mucho. Y que hay que volver a estudiar a fondo los nuevos perfiles de una sociedad que ya no es la que llegó confiada y enardecida al Primero de Octubre de 2017. ¿El Proceso ha muerto? Pues viva la independencia.