La protesta en peligro de extinción
Hay muchas personas que, a lo largo de la vida, han optado por no posicionarse públicamente en ningún tipo de conflicto. O eso piensan. Porque no posicionarse también es una forma de hacerlo, de estar en el mundo. Cómo lo es el hecho de acatar unas normas, por injustas que sean o te parezcan. Pero cada uno tiene sus razones para decidir cómo quiere vivir y las circunstancias ajenas duelen juzgar. El sistema, que siempre es perverso, reparte más o menos autocensura según la necesidad. Procura que la protesta sea escasa y sin hinchas. Cuando se le descontrola demasiado por su gusto, es cuando se abraza a la herramienta que tiene más a mano y que no pide ningún esfuerzo intelectual: la violencia. Lo extiende con muchos de sus tentáculos y es eficaz porque es absolutamente desequilibrada. Una violencia justifica la siguiente y la de más allá y nos deja huérfanos de argumentos y sobrados de víctimas. Aunque exista una mayoría en contra de la brutalidad, por encima habrá unos intereses que permitirán ejercerla a pesar de nuestra desesperación. Recuerde las protestas mundiales contra la guerra de Irak. Los líderes que la promovieron todavía se ríen ahora de nuestro pacifismo. Ellos no han cambiado de postura, ni los ha hecho falta. ¿Pero qué hacemos con la nuestra?
Estos días estamos viendo la represión ejercida contra los estudiantes estadounidenses en las protestas propalestinas en diferentes universidades de todo el país. 1.700 personas ya han sido detenidas y serán más. Las acampadas y ocupaciones en los centros se consideran intolerables por parte de las autoridades, así que, desde su punto de vista, no existe otra opción que enviar a la policía y establecer un diálogo con sus porras. Pero el problema no es sólo el horror de la guerra en Gaza. Lo que asusta es que hace tiempo que se está diciendo en el mundo que las protestas no son bienvenidas y, mientras, las manifestaciones fascistas, como la que se ha podido ver esta semana en Milán con más de 1.500 personas levantando el brazo escenificando un retorno a lo peor del pasado, se reproducen sin represión por parte del sistema. Da miedo, ciertamente. Y aún da más miedo pensar que pronto puede que sólo sean ellos quienes salgan a la calle a exhibir su odio contra la humanidad.
De represión aquí también sabemos. En la democracia plena de España, con presidentes que hacen pausas dramáticas junto al rey, se está acusando de terrorismo independentistas catalanes por ejercer su derecho a manifestarse en contra de una sentencia injusta. Mientras a los profesionales de la comunicación pública se les prohíben palabras por considerar que no son neutrales, el poder judicial utiliza otras a conveniencia, ante la falta evidente de pruebas que las justifiquen. Cuando el Estado no tiene argumentos políticos, el poder judicial se inventa lo necesario para desmovilizar a la gente. Pero, como vemos, desgraciadamente España no tiene el monopolio de la represión. El problema es global y pobre de los pueblos que quedan olvidados. Como Irán. El régimen de Teherán ha aprovechado la crisis con Israel para imponer aún con mayor fuerza la obligatoriedad del velo a las mujeres. Cualquier excusa es buena. En su revolución ya dejamos solas a las iraníes, y ahora lo están más aún. No es culpa nuestra. No va de eso. Cada vez se abren más frentes y no damos abasto. Pero mientras vemos cómo aumenta el racismo y la xenofobia, mientras la nostalgia del fascismo se deja sentir en todas partes, todavía podemos posicionarnos en el bando de la convivencia. Porque somos muchas personas que la única nostalgia que sentimos es la de un futuro al margen del cinismo y de la violencia.