La próxima vez, ¿qué?

La ciudadanía francesa ha dado una buena lección a la clase política, que no quiere darse por enterada. Con un voto masivo derrotó a la extrema derecha que había ganado a los otros partidos una semana antes. Y sin embargo, los políticos han vuelto a sus vicios estructurales: la incapacidad de entenderse para concretar la reacción de los electores. Empezando por el frente de izquierdas, donde el renacido Partido Socialista y la impenitente Francia Insumisa son incapaces de compartir un candidato a primer ministro. Es con comportamientos de este tipo que el desprestigio de la política crece en perjuicio de la democracia, la gente los ve como unos aprovechados a expensas de los ciudadanos y en la exasperación el autoritarismo encuentra terreno abonado. Los ciudadanos dan un mensaje claro y los políticos siguen con las miserables rencillas gremiales. Consecuencia: una parte de la ciudadanía confía en la demagogia sin escrúpulos de la extrema derecha. Y así triunfan personajes como Trump, que ganan las batallas de la desvergüenza porque la llevan incorporada.

Es evidente que la dinámica del poder es binaria: yo subo y tú te vas, que el acceso al gobierno está determinado por el principio de la mitad más uno de los votos que marca una dinámica de confrontación simple: los buenos y los malos. Pero este simplismo degrada la democracia, cínicamente asumida como una lucha en la que todo vale, sin distinción entre la verdad y la mentira.

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Cuando Feijóo contesta al impreciso proyecto de regulación de la prensa de Sánchez con una catarata de acusaciones contra su esposa, sin ninguna voluntad de distinguir lo verdadero de lo falso, solo jugando a quien puede más, no hace más que contribuir a lo que critica: el uso chapucero de las instituciones. La política necesita confianza, no ridículas apuestas de impacto. Sánchez dejó tocada su reputación con los cinco días de retiro familiar cuando vio que se iba a convertir a su esposa en carne de batalla. De hecho, entró en el juego de los adversarios, alimentando el espectáculo. Reducir la política a la destrucción del otro es una frivolidad que a menudo deja desnudo a quien lo practica. Como cuando Feijóo, después de una de sus andanadas, se queja a Abascal de no quererlo ayudar a tumbar al gobierno. Por sus socios los conoceréis. Esta dialéctica del amigo y del enemigo contamina todo el sistema: también la justicia que acaba haciendo emerger su propia politización. Y digámoslo todo, cierta prensa ayuda.

Estos saraos no hacen más que aumentar el desprestigio de unos y otros, abriendo así la vía a los autoritarismos que capitalizan el resentimiento, un vector profundamente antidemocrático. Cuando los ciudadanos dan una lección, como en Francia, y los políticos hacen como si no fuera con ellos, la próxima vez, ¿qué?