El PSC, un muro con dos caras
Tras los volantazos que le hicieron hacer durante el Procés, el PSC aprendió a las malas que en la cuestión identitaria se habían acabado las medias tintas y que, si no se oponía frontalmente al soberanismo, una gran masa de votantes españolistas desertaría hacia opciones menos indecisas –en este caso, Ciudadanos–. Efectivamente, el partido de Rivera y Arrimadas castigó duramente a los feudos electorales del PSC, y Miquel Iceta, con la presión del PSOE, decidió que había que tomar partido de forma clara, asumiendo el coste de desprenderse de la célebre alma catalanista del partido. El tiempo le ha dado la razón, porque el Procés acabó como el rosario de la aurora, el PP de Rajoy también, y los socialistas tuvieron vía libre para gestionar esa larga resaca en la que estamos instalados. Ya sé que el PSOE apoyó el 155, y la represión, y que los acuerdos con los independentistas han estado marcados por la necesidad aritmética; pero no se puede negar que el socialismo catalán ha sido muy hábil presentándose como el partido del seny y el orden, el partido que nos haría pasar página. El espacio electoral del PSC es amplio y estable porque está concebido como un doble muro, un muro reversible: sirve tanto para hacer frente a las aspiraciones soberanistas como para frenar el revanchismo del PP. El perfil educado y parsimonioso de Salvador Illa –que no debe confundirse con ningún tipo de tibieza ideológica– se ha revelado como un bálsamo para todos aquellos que se cansaron del estrés identitario de los últimos diez años.
El problema, claro, es que Catalunya es como es y no como quisiéramos que fuera. Se trata de una lección que todos los políticos, también Salvador Illa, deben aprender. Puigdemont y Junqueras tuvieron que asumir que su propuesta (construir un estado sin las herramientas coercitivas propias de un estado) exigía una negociación o conflicto abierto con España, que a su vez dependía de tener detrás a una mayoría social incontestable. ¿Había mayoría para pedir un referéndum? Sin duda. Pero todas las palancas del poder real estaban en manos del adversario, que no cedió ni un milímetro, y se dejó a los dirigentes catalanes sin margen de maniobra y, sobre todo, sin un plan B razonable.
Salvador Illa tiene en mente un proyecto en el que la identidad nacional catalana debe integrarse y suavizarse en un Estado unido y más o menos plural. Una opción legítima, pero ay: resulta que España también es como es, y no como querríamos que fuera. Ahora mismo no es Catalunya quien se aleja del hogar común; es el hogar común, atizado por la Santa Alianza de la derecha política, económica y mediática, el que navega directo hacia la tormenta, dejando a la mayoría de los catalanes atrás, con Feijóo preparado para empuñar el timón y la ultraderecha preparada para empuñar a Feijóo. Desde el estallido del caso Cerdán, con el PSOE en estado de shock y las izquierdas de capa caída, el ambiente político español es irrespirable, tabernario, manicomial. Y las encuestas parecen contundentes.
No quisiera menospreciar la capacidad de resistencia de Pedro Sánchez, tantas veces comprobada. Pero seguro que el PSC está estudiando ya todos los escenarios posibles para el futuro más inmediato. Los más optimistas deben de pensar que, en caso de victoria del PP en España, el partido podrá reaprovechar el muro antiindependencia, parapetarse al otro lado y hacer de la Generalitat socialista el gran freno de la derecha española. La táctica que nunca falla, la del mal menor (es un gran invento, el PSC). Pero si hay un gobierno hostil en Madrid –y en Aragón, y en Valencia, y en Andalucía...– en Catalunya habrá una reacción, e Illa correrá el riesgo de verse atrapado entre dos fuegos, como en los años del Procés, pero ahora ocupando la presidencia del país; una posición en la que nadie puede ponerse de perfil. O quizás sí.