Los que se quedan en Rocafonda
Lamine Yamal se ha ido de vacaciones en jet privado y exhibe un tren de vida que es un insulto a su clase social de procedencia. Conseguir que los pobres aspiren a ser inmensamente ricos es el gran éxito del sistema neoliberal, que eleva a los altares la diversidad de identidades mientras esconde y camufla el factor que más condiciona la vida de las personas: el dinero. ¿Pero qué queréis que sepa, un chaval que aún no puede votar, del empobrecimiento de la mayoría que esconde el enriquecimiento descomunal de unos pocos escogidos? Criado más en La Masia y en la indecente cultura materialista del fútbol-negocio que en Rocafonda o Torreta (donde vivía con su madre, aunque el jugador solo se reivindique del barrio de Mataró, priorizando la filiación paterna), es normal que Lamine Yamal esté ciego ante las desigualdades que rigen el mundo. Las estrellas deportivas encarnan, más que ninguna otra figura mediática, el individualismo extremo basado única y exclusivamente en metas personales. No deben nada a nadie, su talento innato hace eclosión por generación espontánea y el dinero que reciben por marcar goles surge de la nada. Si la mayoría de las personas con ingresos normales no conocemos ni mucho menos el magma de violencia, explotación y extractivismo sobre el que flota nuestro consumismo absurdo y nihilista, ¿como podemos esperar que un producto perfecto de esta cultura, moldeado desde pequeño en los valores del triunfo narcisista (¿alguien sabe a qué edad entró en La Masia?), entienda la injusticia de la desigualdad que encarna? Nos dirán que tenemos que agradecerle que se reivindique como chico de barrio, pero ¿de qué habla en realidad cuando habla de ese espacio de procedencia? El orgullo de periferia en este caso no parece más que un cliché, un tópico que evoca humildad y reconocimiento de las raíces sin pisar mucho el territorio, un concepto vacío y romántico que goza de buena prensa y sale a cuenta a nivel de marketing (para el jugador y para el Barça, que puede sacar pecho de encontrar talento entre los pobres y de promoverlos sin discriminarlos). Conste que todo esto lo digo observando la marca Lamine Yamal y no la persona de carne y hueso que hay detrás, que no tengo intención de juzgar.
Con ojos de madre no puedo evitar pensar que es una locura que un chaval de 17 años se dedique a dar la vuelta al mundo y a navegar en jets de lujo, o que gane millones. O que se le acerquen un montón de influencersabotoxadas y mayores que él sin ningún otro interés que la fama y el dinero del adolescente. Sea consciente de ello o no, todas las relaciones que tendrá el jugador estarán marcadas por su condición de multimillonario y, por desgracia, serán interesadas y, por lo tanto, falsas. En este sentido, la fama acaba siendo una forma de aislamiento y un peligro para el bienestar de la persona si no se conforma con ser solo –y en todo momento– personaje.
Unas cuantas lecciones sobre las consecuencias emocionales y psíquicas de los deportes de alta competición y de la profesionalización precoz de chicos y chicas nos las regaló muy generosamente Ricky Rubio, entrevistado por Évole. Mientras lo escuchaba no dejaba de pensar que condenamos el trabajo infantil cuando se produce en talleres y fábricas, pero no cuando hay ingentes cantidades de dinero de por medio. Velamos por los derechos de los menores, pero aceptamos que sean vulnerados cuando la sociedad los convierte en ídolos. Y todos los ídolos son falsos porque encarnan ideales imposibles de conseguir para cualquier persona real. Y de ahí la culpa que tan bien expresaba Rubio: nunca serás lo que los demás han hecho de ti, la marca creada sobre la persona con el fin de obtener ganancias económicas.
El panorama que nos deja este fenómeno es un reflejo nítido del mundo en el que vivimos y sus contrastes: Lamine Yamal ensuciando el cielo con su avión particular, disfrutando de una vida de lujo, mientras en Rocafonda los chavales siguen como siempre ahogándose en un verano eterno de estrecheces claustrofóbicas.