¿Hemos hecho una revolución sexual?

Una de las reivindicaciones más importantes del feminismo de los años setenta era la de una “revolución sexual”. Cincuenta años más tarde, ¿podemos decir que esta revolución ha tenido lugar? Tal como ha mostrado el movimiento #MeToo y el más reciente surgido en Francia, #MeTooInceste, los acosos y abusos sexuales, sobre todo a mujeres y a menores, continúan muy vivos cincuenta años después de que el feminismo empezara a denunciarlos. Esta violencia sexual es transversal y afecta las instituciones que tendrían que tener los estándares éticos más altos, como las religiosas o las educativas (el reportaje del ARA del pasado domingo sobre los abusos de ciertos profesores en el Institut del Teatre es un ejemplo). Además de la violencia que han tenido que soportar las personas que han sido objeto de ellas, la tolerancia colectiva hacia estas conductas demuestra hasta qué punto estaban normalizadas y quizás todavía, en buena parte, lo continúan estando, al menos hasta que empezaron estas acciones colectivas. 

Más allá de la violencia física, el feminismo de los setenta consideraba que los cuerpos y las vidas de las mujeres en general estaban bajo la opresión del sistema patriarcal, y reclamaba su “liberación”. Otras “minorías sexuales”, como la de los hombres gays y de las mujeres lesbianas, también exigían tener derecho a vivir su sexualidad sin miedo a la reprobación social e incluso al castigo penal. Recordamos que la infame ley de vagos y maleantes –convertida por el franquismo en la de “peligrosidad social”, que incluía la homosexualidad– no se revocó completamente hasta el año 1995; el delito de adulterio, que penalizaba especialmente a las mujeres, se eliminó en 1978. Con la legalización de los anticonceptivos y, más tarde, del aborto en ciertos supuestos, se consiguió “liberar” la sexualidad de las mujeres de muchos embarazos no deseados. En las últimas décadas, el número creciente de mujeres que optan por ser madres en solitario gracias a las técnicas de reproducción asistida desatan la maternidad no solo de la sexualidad sino incluso de el amor en pareja

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Podemos decir que, en nuestro país, sobre todo desde la aprobación del matrimonio gay, estas situaciones se han convertido en habituales, hasta el punto en el que se ha acuñado el término homonormatividad para referirse a relaciones amorosas-sexuales y a modelos de familia que se han ido incorporando a la norma social. A pesar de que estas transformaciones han aportado, sin duda, una mejora sustancial a la vida de muchas personas, ¿podemos decir que constituyen una revolución, en el sentido de una modificación radical del régimen amoroso-sexual tradicional? La sexualidad sigue lastrada por toda una serie de discriminaciones que afectan a los que no se consideran cuerpos normales y, por lo tanto, dignos de disfrutar de una sexualidad satisfactoria: la gordofobia, el capacitismo (tal como describe el documental Yes, we fuck!), el racismo (incluyendo la hipersexualización de ciertos grupos étnicos), el edadismo , la transfobia... siguen muy vivos, e incluso quizás se han agudizado con el peso creciente de la imposición social de los cuerpos bellos y sanos.

Por otro lado, el llamado amor romántico –el relato, vehiculado por películas, series, libros, anuncios e incluso fiestas como la reciente San Valentín, que hace de la pareja el horizonte de expectativas más importante de la vida, sobre todo todavía de las mujeres– continúa haciendo estragos, pese a los esfuerzos de muchas personas, especialmente desde el feminismo, para desactivar su pujanza. Justo es decir que algunas alternativas propuestas, como el amor libre o el más reciente poliamor, tampoco parecen muy satisfactorias, dado que a menudo hacen tanto mal –para retomar el título del ensayo de Eva Illouz contra el amor romántico– como este.

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Y es que las prescripciones en cuanto al amor y a la sexualidad, feministas o no, resultan poco efectivas, porque suelen olvidar que este terreno es resbaladizo: los seres humanos nos encontramos a menudo en manos de nuestras pulsiones y no conseguimos controlarlas totalmente; las reglas generales ceden ante el caso por caso, y es poco realista intentarlas aplicar de manera ciega. 

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Esto no quiere decir que todo valga: hace falta que haya normas e incluso leyes que nos protejan de la violencia y la discriminación en materia de sexualidad también; la aprobación de la ley trans sería, así pues, una buena noticia. En otro plan, a pesar de que el igualitarismo absoluto es seguramente imposible en este terreno, puesto que tanto el amor como la sexualidad están atravesados por juegos de poder, parece razonable lo que proponía Michel Foucault, autor de Historia de la sexualidad, en el sentido de que estos juegos tienen que incluir el intercambio de la posición dominante respecto a las personas que los practican. Un desequilibrio demasiado evidente entro estas, como el que se da entre dos personas de edades muy diferentes, o entre alguien que depende demasiado (económicamente, emocionalmente...) de otro, lleva casi siempre a una relación tóxica. Aunque casi siempre no quiere decir siempre: para dar un solo ejemplo, el actual presidente francés, Emmanuel Macron, y su mujer empezaron su relación cuando él era un estudiante de quince o dieciséis años y ella su profesora, casada, con tres hijos y veinticuatro años mayor. ¿Podemos hacer una suma de estos datos y concluir que esta relación fue abusiva?

Respondiendo a la pregunta inicial, se podría concluir que la revolución sexual reclamada por el feminismo de los setenta no ha sido una revolución en el sentido de transformación brusca. Aun así, quizás está teniendo lugar, de manera más sorda, pero cada vez más potente. Obras tan recientes como el hit Perra de Rigoberta Bandini o el último libro de Itziar Ziga, La feliz y violenta vida de Maribel Ziga, un relato tierno y lúcido de una historia de maltrato y a la vez de amor, demuestran, al menos, que ciertos feminismos actuales, desacomplejados, sin miedo a la paradoja e incluso a la contradicción, son más realistas y eficaces que las prescripciones teóricas.

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Marta Segarra es directora de investigación en el Centre National de la Recherche Scientifique