Roe contra Wade, una derrota moral del liberalismo
El viernes 24 de junio de 2022 será recordado en Estados Unidos como un salto inaudito al vacío –¡ni siquiera al pasado!– en la historia de sus derechos civiles. Para ser más precisos, del feminismo. La nueva resolución del Tribunal Supremo, aprobada por 6 votos a 3, revoca la famosa sentencia de Roe contra Wade del año 1973, anula el derecho federal al aborto y remite su normativa en cada estado. La decisión apenas esconde la voluntad de profundizar la grieta entre dos Américas, entre dos relaciones con la religión y con la libertad individual. Más sutil es el programa natalista que hay detrás –originalista, racista y fundamentalista– y que de manera casi inmediata garantizará la prohibición total del aborto en mitad del país. No se trata de dividir el país, sino de hacerlo crecer para frenar lo que las teorías conspiranoicas del Gran Reemplazo –también fuertes en países europeos como Francia o Italia– denuncian: el riesgo de desaparecer de las poblaciones occidentales, blancas y cristianas.
Pero la sentencia nos dice muchas más cosas: los derechos y luchas ganadas durante casi cinco décadas por un movimiento ejemplar para el mundo como el feminismo norteamericano se van a pique por la decisión de las nueve personas que componen el Tribunal Supremo de Estados Unidos, un país de más de 300 millones de ciudadanos. Gestionado como una suma de egos, su composición responde a un histórico y frágil equilibrio entre las dos caras del establishment norteamericano: el Partido Demócrata y el Partido Republicano. El derecho a permanencia sin limitación temporal –que amplifica el sentido irrevocable de ser uno de los elegidos– ha frenado relevos que habrían garantizado equilibrios hoy imposibles. Las consecuencias, por el maldito efecto dominó que produce siempre la excepcionalidad norteamericana, los veremos globalmente en un futuro no muy lejano como ya lo vimos con las elecciones de líder autócratas y tiránicos.
Estamos aquí por causas caprichosas, como la decisión de la mítica jueza Ruth Bader Ginsburg de no retirarse en vida, impidiendo al presidente Obama una sustitución natural de su perfil. Su lugar, después de muerte natural, lo ocupa la extremista Amy Barrett, procedente de la tradición académica más conservadora del país, Notre Dame, e impuesta sin miramientos por el siguiente presidente de la nación, Donald Trump. Barrett es la última de las tres figuras nombradas por un presidente de quien Occidente hizo mofa durante cuatro años, pero que, con decisiones reiteradas y sotto voce, arreció los fundamentos regresivos del estado como estructura ideológica. Hoy es el estado el que empuja a la nación hacia un conservadurismo inimaginable hace cincuenta años, cuando Estados Unidos se convertía en el primero de entre los países occidentales en aprobar el aborto.
La historiadora Anne Applebaum lo explica muy bien en El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo (2020). Advierte con claridad de las razones del giro autoritario, nacionalista y conservador de las élites de los países con más tradición democrática en el mundo. Gran estudiosa de los excesos autoritarios de los regímenes soviéticos del pasado y el actual siglo, Applebaum acusa a los modelos liberales anglosajones (Estados Unidos y Gran Bretaña) de liderar este giro antidemocrático y autócrata, y de expandirlo hacia Europa y más allá. La técnica principal de este giro recaería en un ejercicio premeditado de exclusión legal y, por lo tanto, social. La exclusión a la pertenencia colectiva implica, por oposición, otro ejercicio de fuerte poder simbólico, que suma mayorías entre la sociedad y adhesiones entre las élites burocráticas: la inclusión selectiva. Sentirse invocado como autoridad por parte de la nación –ya sea un juez, un fiscal o un mando policial– empuja moralmente a ciertos individuos elegidos a tomar decisiones de gran trascendencia colectiva. La sentencia revocatoria del caso Roe contra Wade es el caso más grave.
Así es como, debido al sentido no interventor del liberalismo anglosajón, que se ha negado durante décadas a legislar en sede parlamentaria los aspectos cruciales de su democracia, la nación entrega los mandos de la historia a la autoridad –en el sentido del auctoritas griega, una autoridad moral– de la doctrina jurídica. Y en su máximo peldaño reinan los nueve miembros del Tribunal Supremo, no los 332 millones de ciudadanos representados democráticamente por más de 500 cargos elegidos en el Congreso.
Sumemos el eterno menosprecio que las élites progresistas han tenido sobre la capacidad de armarse ideológicamente del conservadurismo y el miedo a tomar decisiones valientes por parte de los sectores demócratas, y entenderemos entonces por qué solo tres de los miembros del tribunal no pertenecen al conservadurismo moral en el que la derecha ha convertido el Tribunal Supremo a lo largo de 30 años con Bush padre, Bush hijo y Trump.
Las desastrosas noticias llegadas del Tribunal Supremo en menos de 24 horas de diferencia –la revocación de la ley que prohíbe el derecho a llevar armas ocultas en público en Nueva York y la del caso Roe contra Wade, ambos casos por un resultado deliberativo de 6-3– nos confirman que la batalla entre decisionismo republicano y pusilanimidad demócrata librada en las últimas décadas tiene un claro ganador, día a día, round a round. El atractivo del autoritarismo, como apuntaba Applebaum, se muestra como un pulmón vigoroso que, en otros puntos del mundo, ya se presenta no en formas antisistémicas, sino de gobernabilidad fuerte.