De Rosalía al Càntut: 'mainstream' y nostalgia

¿Por qué nuestras redes sociales todavía hierven con imágenes, comentarios, promoción de Rosalía? Si la menciono no es para hablar de ella como artista, sino de lo que representa y de qué tipo de contexto cultural encarna. Primera evidencia: la constatación de que el mainstream –la cultura hegemónica, la industria cultural, los productos culturales que buscan el éxito comercial– se ha convertido en el principal lugar de producción simbólica y de cohesión social. Para atraer nuestra atención sin partir del escándalo, se necesitan dos cosas: dinero –mucho– y talento. En un contexto mediático en el que accedemos a lo que ocurre a través de medios que han hecho de la información, persuasión y del marketing, un nuevo realismo, cuesta mucho captar si algo tiene valor porque lo vemos por todas partes o lo miramos y reconocemos porque tiene valor.

Segunda evidencia: el consumo cultural vira hacia la deglución, no tanto de las obras como de sus interpretaciones, ese rumor de fondo que ahora ya es algo más que ruido, que es un cúmulo de datos: capitalismo orientado a los datos, dicen. La exégesis ha sustituido a la obra; no es muy diferente a lo que ocurre en las iglesias (ni el gesto ni el ritual). Instalados en el comentario, nos sentimos a gusto, la opinión en las redes es un culto fácil, puedes preguntar al chat o navegador las dudas, y con una conexión y una aplicación gratuita a manos de una gran infraestructura planetaria es suficiente. Así tenemos la sensación de que ocupamos un lugar en el mundo con sentido, y eso nos satisface. Lo de: "He dicho!" Rosalía ha provocado una sobreinterpretación de su obra. Esto ya estaba previsto por la forma del producto, por las estrategias con las que se ha comunicado y por las dinámicas de las redes. El ecléctico alud de referencias, reducidas a etiquetas (tags), permite a la gente opinar e identificarse con el producto. Esto que en el siglo XX algunos llamaban kitsch (Clemente Greenberg) ahora es una actualización de las lógicas apropiacionistas o expropiacionistas de la cultura burguesa de toda la vida, pero desde un capitalismo algorítmico que convierte la voz de la gente en patrones de consumo. Esto significa que el proceso de alquimia cultural –la capacidad de transformar la materia ordinaria en oro– se realizará teniendo en cuenta un modelo de negocio basado en el análisis de datos –y gustos– en tiempo real.

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Que el capitalismo saca rédito de la nostalgia por supuesto, lo explicó muy bien el filósofo Fredric Jameson en los ochenta. El pasado y las referencias otorgan prestigio a las mercancías, importan estilo y otras formas de vivir, la idealización de un pasado que ha sido despojado de todas sus porciones de conflicto. Véase el caso del videoclip de Beyoncé y Jay Z rodado en el Louvre, como un nuevo matrimonio Arnolfini. Que vivimos tiempos desesperados y que todo lo que nos ofrezca magia, misterio y razones que no sean del orden de la razón tecnocrática nos conmoverá, también está claro. Pero la única religión que se toma en serio la industria cultural es el éxito. Cuando el producto es incapaz de disimular toda esta presión económica y lucha por el significado en nombre del hit, dejamos de conmovernos. Esto es lo que oí en el videoclip de la canción Berghain y que, seguramente, las canciones del disco desmienten, ofreciendo una grata experiencia musical de una buena artista. Pero esa presión no la siento cuando escucho a Camarón cantar con la Royal Philharmonic Orchestra Dicen de mí, o Morente con las Voces Búlgaras, o María del Mar Bonet con el Cham Ensemble de Damasco para entonar Amigo y amado. Cuando una canción, recién estrenada, ya es triturada en sámpleros que serán usados ​​en todos los gimnasios del mundo, debería hacernos pensar. No es un lugar antinatural, teniendo en cuenta que son productos que nacen de ensamblajes artísticos que quieren sumar públicos y enternecer los corazones por todas partes y convertir a los referentes en fórmulas simples y universales, y el consumo cultural en un circuito de etiquetas.

El hit nos recuerda que no sólo añoramos el pasado, sino un presente que desaparece. Cuando termina el hit nos sentimos más vacíos que antes de escucharle, abandonados. El artífice del hit, aquel que ha llegado a la cima más alta –¿la cree?– y muere, también sufre el vacío y el abandono tras el reconocimiento de la masa. El hit acaba, incluso, por infantilizar a la estrella, que fuerza una humanidad y una humildad que el propio proceso de producción le ha usurpado. Quiere demostrar que es auténtica, que aquello no la ha cambiado, que la predestinación ha obrado, que el milagro ha sustituido al marketing. Música mainstream y nostalgia: nostalgia del estreno, de la libertad anterior al éxito, de la recuperación de grupos extintos, del último concierto –que nunca llega–, del día después del éxtasis, nostalgia de un tejido cultural más diverso que la política del hit marchita.

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Que el mainstream sea ​​el principal lugar de producción simbólica no significa que sea el único, y que el capitalismo sea nostálgico no impide que haya otras formas más vivas de relacionarse con el pasado y los legados. Este fin de semana tuvo lugar uno de los mejores festivales de nuestra casa, el Càntut. No es el único, hay otros muchos, pero el Cántuto hace germinar la tradición en el territorio, en el presente ya través de las comunidades. Sustituye la expropiación cultural del pasado por la irrigación cultural, rompiendo con toda forma de nostalgia. Ofrece experiencias que permanecen en la memoria, que nos hacen sentir menos solos, e invitan a entender la música desde la simplicidad de medios, desde la inmediatez del lugar, desde la certeza del cuerpo, desde el costumbrismo y la mala leche, desde la bronca y la ensoñación, desde el aura medio gastada de las bisabuelas y las luces –canción de labrar, canción de hacer llover...– a la política de sobremesa y del puñetazo sobre la mesa. Hace unas ediciones el tema del festival eran las canciones de cuna. Una de las actividades fue recuperar de las diferentes comunidades culturales que hay en Cassà de la Selva. El Cántuto nos recuerda que un buen día la tierra era justamente eso: tierra y comunidad, es decir, los cuerpos que la trabajan, la habitan, la respiran y la bailan. Algunos artistas parten de allí: Joan Magrané, Marala y El Pèsol Feréstec retomando nuestro legado literario; Arnau Obiols, el cancionero de montaña del Alt Urgell; Tarta Relena con Los Sara Fontán las lenguas muertas y los imaginarios industriales extinguidos de la capital; Aranná las raíces pitiusas; los Feto y el proyecto Durruti Te quiero la crónica histórica; los Remedio de Ca la Fresca el desencanto político; Mazoni dialoga con Beethoven... En todos estos casos, el pasado es un trampolín hacia el futuro para que el presente no se nos muera de la añoranza provocada por el mainstream y su ansiosa búsqueda del nuevo hit, del próximo santo.